Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne - 3


Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne

El presente comentario de los Ensayos de Michel de Montaigne (1533-1592) se basa primordialmente en el buen trabajo de Fernando Rodríguez Genovés, Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne con algunos pequeños añadidos nuestros.

3.- La cortesía intelectual de un gentilhombre

Si en conocimiento de los objetos y del mundo nos quedamos en una visión «a medias», tampoco Montaigne desea contarnos todo sobre su persona sino todo lo que se puede contar y quiere contar, un retrato a «medias» en el que hay tan poca mentira como exageración; retrato medido y sincero, dentro de los límites de su interioridad, de la que él es el único señor:

«Mi opinión es que es preciso prestarse a los otros pero no darse más que a sí mismo.» (Essais, III, X: 980).

La evolución de sus meditaciones en torno a la muerte proporciona un buen ejemplo de cómo le afecta a sus ideas el suceder de los años. En el libro primero se encuentra el ensayo «Que philosopher c'est appendre à mourir» («Que filosofar es aprender a morir»), el cual desde sus primeras líneas, con una referencia a Cicerón, da el sentido de un discurso estoico, sabio y contenido sobre ese correlato natural de la vida, pero que no logra desprenderse de su sombra ni de los efectos dolorosos que le acompañan; entonces, el estoicismo aún estaba salpicado de epicureísmo. Veinte años después, cuando el viejo Montaigne redacta «De la phisionomie» («De la fisonomía»), incluido en el tercer tomo de los Essais, aborda el tema de la muerte con una desenvoltura y una apostura novedosas, más maduras al tiempo que menos severas. Ahora, cuando la muerte se halla más cerca, ha aprendido a distanciarse de ella, como, en general, de las pasiones negativas, sea la tristeza, el miedo o la excesiva suspicacia; ahora la concibe en su mente como un objetivo y final natural de nuestra vida, ante el que hay inclinarse sin más contemplaciones:

«Pero yo opino que es más bien el término que no la meta de la vida; es su fin, su finalidad, y no su objeto, por tanto.» (Essais, III, XII: 1028).

La ironía y el sentido de la alegría ha ido ganado terreno a medida que avanzan los Ensayos; su propia acción y movimiento han hecho efecto en éstos. Montaigne diseña la obra como un aprendizaje para el autogobierno de sí mismo, en continuo ensayo («Si mi alma pudiera hacer pie, yo no me ensayaría, me resolvería; por ello está siempre de aprendizaje y prueba» (Essais, III, II: 782).), para ser omnipotente en sus dominios, pues por estos rasgos identifica a la libertad. ¿Cómo llegar a ser libre en tiempos de cólera y de sujeción? Este es el problema de Montaigne y el motivo de su libro, al que se aplica con generosidad y alegría, disposiciones que han alcanzado la categoría de lema montaniano:

«No hago nada sin alegría.» (Essais, II, X: 389).

Las últimas palabras de Montaigne en los Ensayos no hacen sino que reafirmar todo el sentido de su vida y de su obra. Son, por tanto, una reafirmación de sí mismo, casi el testamento intelectual de quien se encomienda a Dios y a los hombres, no pensando en la muerte sino en la vida, y no en cualquier vida, sino en las más bellas vidas. Montaigne no se siente acabado, más sí viejo. El gentilhombre presiente su fin y decide poner punto final a su libro. ¿Qué tiene entonces en mente? La salud, la sabiduría, la vida y Dios. Se siente cerca de Dios porque se reconoce como hombre hasta el último momento («La gentil inscripción con que los atenienses honraron la visita de Pompeyo a su ciudad se conforma a mi entendimiento» (Essais, III, XIII: 1096). Era de unos elogios hiperbólicos!?). ¿Cómo ve a Dios? A su imagen y semejanza, como a sí mismo: contento y sociable.

«La vidas más bellas son, a mi juicio, las que se ajustan al modelo común, con orden y sin milagros. La vejez tiene que ser tratada con la mayor ternura. Recomendémosla a este Dios, protector de la salud y la sabiduría, que es, a la vez, dios alegre y social.» (Essais, III, XIII: 1097). 

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