Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne - 2
Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne
El presente comentario de los Ensayos de Michel de Montaigne (1533-1592) se basa primordialmente en el buen trabajo de Fernando Rodríguez Genovés, Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne con algunos pequeños añadidos nuestros.
2.- Serenidad y alegría en los textos de Montaigne
Según confiesa Montaigne en el ensayo «De l'oisiveté» (De la ociosidad), el proyecto general de su obra nace, como la sabiduría de los antiguos, del ocio y del reposo al que se aplica en su retiro voluntario, después de haber conocido los disgustos que comporta la actividad en empleos y negocios relacionados con los asuntos públicos, a los cuales se aplicó por heredado deber de alcurnia y por personal sentido del vínculo y de la lealtad, desde luego sin esperanza de sacar beneficio alguno, y siempre entendiéndolas como ocupaciones de orden secundario en las prioridades de la vida.
En los Essais, los conductores son la intuición, la ocurrencia o la asociación de ideas que la mente impulsa sin rumbo ni destino fijo, «sin orden ni concierto». Son estas concesiones y vacilaciones en sus cavilaciones las que otorgan a su escritura el rango de franqueza y el valor inmenso de honestidad que la hacen tan seductora y viva. Cierto es que Montaigne se lamenta continuamente de su recordar perezoso, de la débil memoria, circunstancia que, a su juicio, le limita sin remedio en su tarea.
«Me temo que incluso en estos casos me traicione la memoria, la cual acaso por inadvertencia me haya hecho repetir lo que ya dije antes.» (Essais, III, IX: 939).
El ritmo de relajación con que se sucede y progresa el libro, facilitado por la serenidad del aire que respira Montaigne en su torre, le aporta la amabilidad de su carácter y la dulzura de su trato, tan amenos como provechosos.
Harold Bloom ha dicho de Montaigne que cuando en los Essais habla de sí mismo no representa al «hombre medio» sino a casi todos los hombres que tienen el deseo, la capacidad y la oportunidad de pensar y leer (Harold Bloom, El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 1995). Montaigne da la medida del hombre en sus posibilidades de representación y felicidad, expresión máxima de la virtud:
«La virtud es cualidad placentera y alegre.» (Essais, III, V: 822).
Montaigne no planea su libro para procurar remedio a la situación imperiosa; no lo concibe cual tratado político o manual de «autoayuda»; nada más extraño a su aspiración que erigirse en guía para mentes desorientadas o corazones consternados. No siente tampoco el impulso de reprochar nada a los hombres, como sí hace Blaise Pascal en sus Pensées, ni amonestarse a sí mismo, como Jean-Jacques Rousseau en sus Confessions.
«Siento una maravillosa debilidad por la misericordia y la mansedumbre. Tanto que creo que me dejaría llevar con más naturalidad por la compasión que por la estimación; si es la piedad pasión viciosa para los estoicos, como ellos diré que es deber socorrer a los afligidos, aunque sin tener que doblegarnos a compartir su aflicción.» (Essais, I, I: 12).
Los Essais contienen un inapreciable tesoro: una moral de altura, universalizadora, vigorosa, jubilosa y más ejemplar que modélica. Su alcance se simplifica en esta ambición que es también máxima, moral de máximos: el hombre, en cualquier situación o lugar, como fin primario se debe al cuidado de sí mismo, que representa no sólo el modo más sabio de reconocer la vida buena, sino la mejor y más eficaz manera de auxiliar a la causa general de la humanidad.
El primer deber moral consiste en ser uno mismo (“Llega a ser el que eres” dijo Goethe posteriormente); si tal hiciéramos, si nos ocupáramos más de nosotros mismos, menos actuaríamos sobre los demás, y ellos sobre nosotros; he aquí acaso una de las causas de las calamidades que vive el siglo de Montaigne, y seguramente de todos los tiempos. Es deber de humanidad esforzarse por ser cada día más humano, la mejor manera de lograr una humanidad más generosa y expandida:
«Cada hombre soporta la forma entera de la condición humana.» (Essais, III, II: 782).
Los deberes con respecto a la sociedad y los deberes hacia sí mismo se concilian en el momento en que se comprende sin reservas que para mejor servir a los otros, conviene saber vivir uno mismo, en sí mismo y para sí mismo. Desde el momento en que se pone a escribir sus primeros Essais, Montaigne es consciente de comenzar una obra de ejercicio de introspección y reconocimiento, pero también un entrenamiento para superar las contingencias de la existencia. Desde estos pasos iniciales se ve crecer una moral de superación y un esfuerzo de colosal envergadura.
«Los autores se comunican con el pueblo mediante cualquier signo particular o extraño; yo soy el primero en mostrarse como ser universal, como Michel de Montaigne, no como gramático o poeta o jurisconsulto. Si el mundo se queja de que hablo demasiado de mí, yo me quejo de que él no piense nada en sí mismo.» (Essais, III, II: 782-783).
En algún lugar de los Ensayos, Montaigne dice que “el signo más manifiesto de la sabiduría es la alegría continua”.
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