Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne - 1



Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne

El presente comentario de los Ensayos de Michel de Montaigne (1533-1592) se basa primordialmente en el buen trabajo de Fernando Rodríguez Genovés, Escepticismo y alegría en Michel de Montaigne con algunos pequeños añadidos nuestros.

“Otras épocas más serenas lanzaron una mirada distinta sobre la herencia literaria, moral y psicológica de Montaigne, debatiendo sabiamente a fin de saber si era un escéptico o un cristiano, un epicúreo o un estoico, un filósofo o un bufón, un escritor o tan solo un genio diletante” (Stefan Zweig, Montaigne).

1.- Entre el escepticismo y la perplejidad

El argumento central del texto montaniano destila, en efecto, descreimiento general y un elogio de la duda y la precaución frente a las disertaciones que hablan en nombre de la Verdad. ¿Contrae esta actitud una defensa del escepticismo?

La incredulidad en Montaigne proviene, según nuestra apreciación, de la tradición naturalista que impacta en él y que le hace recelar de toda fe demasiado humana que pretenda elevarse milagrosa y peligrosamente por encima de la simple «fe animal», o como quiera denominarse la acción de ligar la creencia al instinto de conservación. Montaigne siente efectiva admiración por los animales, por ese instinto que les impulsa a permanecer y fijarse en el presente, en vivir alejados de la imaginación y en no sentir, ni estrictamente prevenir, el devenir.

Ante épocas revueltas, Montaigne se empeña en no dejarse llevar por el temor sino en contrarrestarlo con fuertes dosis de valor y coraje, y no haciéndose falsas ilusiones de nada. Montaigne aspira, como máxima prioridad vital, a procurarse un asiento y un lugar en el mundo que no le exija cometer renuncias ni vilezas graves, entendiendo por tales, la ciega participación en aquellas actuaciones que personalmente aborrece, o la traición a los viejos y discretos principios en los que fue educado, a su casa y, más que nada, a sí mismo, Por lo tanto, ni miedo ni esperanza.

Francia está en llamas, por las soflamas de credos encendidos: el fanatismo católico de la Liga y el arribismo protestante de los seguidores del rey de Navarra. El Périgord, la localidad que acoge la hacienda familiar de nuestro gentilhombre, se halla en medio de la refriega, y Montaigne sabe que sólo una disposición serena y una conducta prudente pueden salvarle a él, a su familia y a su casa de la calamidad reinante.

Si aspirar a la razón, a tener razón, significa tomar partido, Montaigne se mantiene al margen. Si defender la fe católica conduce a la matanza de «infieles», y si aliarse con la reforma significa dejarse invadir por la cólera y el delirio, entonces Montaigne no afirma ni niega: «Que sçay (sais) je?» Nada sabe, es decir, nada susceptible de destruir o de corromper. Mas Montaigne sí sabe discernir entre lo adecuado y lo temerario, entre lo constructivo y lo devastador; sí sabe, en suma, qué debe hacer en cada momento, aunque siempre lo formule en forma interrogativa, pues ¿cómo podemos estar seguros de cualquier cosa cuando nadie ni nada están seguros?

«Incluso tomando el más reputado partido, nunca será tan seguro que para defenderlo no imponga el combatir a cien partidos contrarios. ¿No conviene, en consecuencia, mantenerse al margen de estas refriegas?» (Essais, II, XII: 484).

Su plácida ambición no le tienta a querer saber de todo ni saberlo todo sobre todo. Los trabajos escolásticos y académicos le abruman y le hastían, porque son más comprehensivos y abarcadores que comprensivos y ventajosos:

«Dando al alma tantas cosas que asir, la privamos de la facultad de apretar.» (Essais, III, X: 986).

Y porque se extravían en la puntualización y la minucia, hasta el punto de mudar en vana retórica lo que en origen era sabiduría, los pensamientos provechosos y prácticos se transforman en divinas palabras o en ostentosas oraciones:

«La mayoría de las causas de perturbación son gramaticales.» (Essais, II, XII: 508).

La incredulidad de Montaigne, su perplejidad, frente a las severas disertaciones, puede llamársela, si así se quiere, escepticismo o negación de saber, aunque preferimos calificarla como saber de sí mismo y afirmación de la interioridad.

Concibe una filosofía del presente promotora de una actitud tempranamente moderna, que propugna conocerse a sí mismo y afianzar el Yo como pasos previos al reconociendo del mundo exterior (Descartes), así como privilegiar el dominio de la subjetividad como condición y garantía de la objetividad (Kant). En este pensamiento pueden confundirse lo comedido con lo indeciso y lo prudente con lo frágil, pero Montaigne sabía bien lo que hacía. El retiro de Montaigne en su morada no implica evasión ni sus palabras sabias contienen evasivas. Tampoco hay en ellas una guía universal de conducta.

«Nuestra vida es en parte locura y en parte prudencia. Quien no escribe más que reverentemente y regularmente deja de escribir la mitad de las cosas. Yo no me excuso ante mí, me excuso, en fin, sólo ante las posturas que son más fuertes en número que las que a mi lado están.» (Essais, III, V: 866-867).

Montaigne no dictamina acerca de qué no podemos saber sino sobre qué no queremos saber, en qué pendencias no queremos involucrarnos. Parece cosa probada que conservarse en la ignorancia sobre muchas cosas reporta más felicidad que la persecución de la verdad a toda costa y el tener razón a cualquier precio. ¿Debemos denominar escepticismo a esta postura o acaso prudente sabiduría? Montaigne detesta la guerra, abomina, especialmente, de las guerras civiles y de la guerra de religión.

«Ofrezco de buena gana este trato: que los demás me confíen poco, pero que confíen vivamente en lo que yo les transmita. Siempre he sabido más de lo que he querido.» (Essais, III, I: 771).

No podemos cambiar nuestra naturaleza, ni es aconsejable proyectar una quimera sólo alcanzable forzando el curso de la naturaleza:

«Somos cristianos por el mismo mérito que somos perigordianos o alemanes.» (Essais, II, XII: 422). 

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