(L234) Cantos de vida y esperanza (1905)
Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza (1905)
La poesía de Rubén
Darío (1867-1916)
inicia lo que se ha llamado el modernismo poético con la publicación de Azul el año 1888. Hoy comentamos su
libro Cantos de vida y esperanza
(1905) una conmoción en el panorama literario español del momento.
Como nos dice
Jorge Luis Borges: “Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la
métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y sus
lectores. Su labor no ha cesado y no cesará: quienes alguna vez lo combatimos
comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador”.
Darío hizo suyo el
lema de su admirado Paul Verlaine: "De
la musique avant toute chose". Para él, como para todos los
modernistas, la poesía era, ante todo, música. De ahí que concediese una enorme
importancia al ritmo. Su obra supuso una auténtica revolución en la métrica
castellana. Junto a los metros tradicionales basados en el octosílabo y el
endecasílabo, Darío empleó versos apenas empleados con anterioridad, o ya en
desuso, como el eneasílabo, el dodecasílabo y el alejandrino, enriqueciendo la
poesía en lengua castellana con nuevas posibilidades rítmicas.
Darío destaca por
la renovación del lenguaje poético, visible en el léxico utilizado en sus
poemas. Gran parte del vocabulario poético de Rubén Darío está encaminado a la
creación de efectos exóticos, tanto de lugares como de personajes mitológicos.
La presencia del
cisne es obsesiva en la obra de Darío, desde Prosas profanas, donde el autor le dedica los poemas
"Blasón" y "El cisne", hasta Cantos de vida y esperanza, una de cuyas secciones se titula
también "Los cisnes". Salinas explica la connotación erótica del
cisne, en relación con el mito, al que Darío se refiere en varias ocasiones, de
Júpiter y Leda. Sin embargo, se trata de un símbolo ambivalente, que en ocasiones
funciona como emblema de la belleza y en otras simboliza al propio poeta.
Sus temas
favoritos son, sobre todo, el exotismo, el erotismo y el ocultismo. Os dejo con
tres poemas suyos que espero os animen a leerlo con más detenimiento.
XVIII[1]
¡Carne, celeste
carne de mujer! Arcilla
-dijo Hugo-,
ambrosía más bien, ¡oh maravilla!,
la vida se
soporta,
tan doliente y tan
corta,
solamente por eso:
¡roce, mordisco o
beso
en ese pan divino
para el cual
nuestra sangre es nuestro vino!
En ella está la
lira,
en ella está la
rosa,
en ella está la
ciencia armoniosa,
en ella se respira
el perfume vital
de toda cosa.
VI
Canción de otoño en primavera
¡Juventud, divino
tesoro,
¡ya te vas para no
volver!
Cuando quiero
llorar, no lloro...
y a veces lloro
sin querer.
Plural ha sido la
celeste
historia de mi
corazón.
Era una dulce
niña, en este
mundo de duelo y
aflicción.
Miraba como el
alba pura;
sonreía como una
flor.
Era su cabellera
obscura
hecha de noche y
de dolor.
Yo era tímido como
un niño.
Ella,
naturalmente, fue,
para mi amor hecho
de armiño,
Herodías y
Salomé...
Juventud, divino
tesoro,
¡ya te vas para no
volver ...!
Cuando quiero
llorar, no lloro,
y a veces lloro
sin querer...
La otra fue más
sensitiva,
y más consoladora
y más
halagadora y
expresiva,
cual no pensé
encontrar jamás.
Pues a su continua
ternura
una pasión
violenta unía.
En un peplo de
gasa pura
una bacante se
envolvía...
En sus brazos tomó
mi ensueño
y lo arrulló como
a un bebé...
y le mató, triste
y pequeño,
falto de luz,
falto de fe...
Juventud, divino
tesoro,
¡te fuiste para no
volver!
Cuando quiero
llorar, no lloro,
y a veces lloro
sin querer...
Otra juzgó que era
mi boca
el estuche de su
pasión
y que me roena,
loca,
con sus dientes el
corazón
poniendo en un
amor de exceso
la mira de su
voluntad,
mientras eran
abrazo y beso
síntesis de la
eternidad:
y de nuestra carne
ligera
imaginar siempre
un Edén,
sin pensar que la
Primavera
y la carne acaban
también...
Juventud, divino
tesoro,
ira te vas para no
volver!
Cuando quiero
llorar, no lloro,
¡Y a veces lloro
sin querer! ¡Y las demás!, en tantos climas,
en tantas tierras,
siempre son,
si no pretexto de
mis rimas,
fantasmas de mi
corazón.
En vano busqué a
la princesa
que estaba triste
de esperar.
La vida es dura.
Amarga y pesa.
¡Y no hay princesa
que cantar!
Mas a pesar del
tiempo terco,
mi sed de amor no
tiene fin;
con el cabello
gris me acerco
a los rosales del
jardín...
Juventud, divino
tesoro,
¡ya te vas para no
volver!...
Cuando quiero
llorar, no lloro,
y a veces lloro
sin querer...
¡Mas es mía el
Alba de oro!
XLI
Lo fatal[2]
Dichoso el árbol
que es apenas sensitivo,
y más la piedra
dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor
más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor
pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber
nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de
haber sido y un futuro terror...
Y el espanto
seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la
vida y por la sombra y por
lo que no
conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que
tienta con sus frescos racimos
y la tumba que
aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde
vamos,
ni de dónde
venimos...!
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