(L142) El niño pan (1983)
Agustín Gómez
Arcos, El niño pan (1983)
El caso
literario de este andaluz afincando en París desde 1968 es llamativo y
paradójico, propiciado por las circunstancias históricas y personales que le
toca vivir. Su biografía compleja y atractiva es también difícil y en parte
moldeada por los avatares: “desde que fui pastor de cabras, en un pequeño
pueblo de Almería, hasta ser considerado como un escritor francés, pasando por
mis etapas como cocinero o como friega platos o como contable en un local
público de París. No respondían esas actividades a mi afán por construirme una
biografía o a mi deseo de aventura, sino que simplemente esas dedicaciones me
servían para vivir. No me divertía nada de eso, como no me divirtió marcharme
de España ni enmudecer como escritor durante nueve años para aprender otras
lengua”. (Juan Cruz, El español Gómez Arcos, escritor francés a pesar suyo, El País, 13-08-1980).
En 1966, los
expertos dan por finalizado el exilio político al que le sucede el fenómeno de
la emigración de tipo económico. Agustín Gómez Arcos (Enix, Almería, 1933-París, 1998) es en este
sentido un rezagado, uno de los últimos representantes de esa generación de
intelectuales y artistas a los que el franquismo obligó a abandonar el país
tras un guerra civil.
Como nos dice Mari
Carmen Molina Romero, su traductora, El
niño pan (1983) es uno de los textos más entrañables de Agustín Gómez
Arcos, porque nace de la misma entraña que da la vida: la tierra y la madre.
Texto que surge de la tierra que lo vio nacer, de la raíz más profunda de la
memoria, de la memoria natal del autor, de ese sustrato primordial del ser
humano que se comunica con la sangre, con el pan, con los gestos más simples de
la vida. Novela íntima que brota del recuerdo del niño pero que el autor
trasciende y sublima en símbolo con gran maestría. (p. 14)
Desde su
afrancesamiento hasta su temática, Gómez Arcos incomoda. Tal vez esta sea la
razón de su olvido en España, para mí ha sido todo un descubrimiento. Su
escritura trasgresora es a veces entrañable, otras extraña y corrosiva, su
crítica mordaz. Desde sus magistrales descripciones de los sentimientos más
primordiales (la madre, la infancia, el hambre) hasta las estampas al
aguafuerte surgidas del sueño monstruoso de su ficción exiliada, sacuden hasta
la última fibra del corazón del lector.
“Este nuevo
silencio sería profundo y duradero. Había dejado la casa sin sus ruidos
cotidianos. -¡Niño, niño, las siete, levántate, gandulón! María le quitaba las
mantas y le tiraba pellizcos. En la cocina el jaleo de su madre con los
cacharros, y el crepitar del fuego inundando la casa. Sentada toda la mañana
con su bastidor, Lola cantaba en voz alta, bordando el interminable ajuar de
las que nunca se casarán”. (p. 41-42)
Gómez Arcos
siempre está del lado de los más débiles, de los que sufren, de los niños, de
las madres rotas por el dolor, de los derrotados y de los humillados. El autor
vuelve una y otra vez a la infancia y a una visión que nos permite todavía
extrañarnos sobre lo cotidiano y lo establecido como socialmente correcto.
Mirada limpia de la infancia que contempla desamparada el sufrimiento y las
lacras del mundo.
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