(L141) La conjura de los necios (1980)


John Kennedy Toole, La conjura de los necios (1980)

La biografía de John Kennedy Toole, (Nueva Orleans 1937-1969), no posee datos espectaculares. Quién ha demostrado ser uno de los escritores más ingeniosos y lúcidos del siglo XX, es autor de una sola obra: La conjura de los necios (1980) que es lo suficientemente importante como para hacerle pasar a la historia de la literatura. Escrita el año 1962 la novela no fue publicada en vida del autor, solamente la perseverancia de su madre consiguió que al fin lo fuera.

La conjura de los necios ha sido considerado como un clásico del boca a boca, paradigma de la complicidad y comunicación entre lectores. Se suele ver el libro durante décadas entre los más diversos lectores que viajan en transporte público. Su valor real está en el fresco social que compone, la exposición de personajes, su sentido del ritmo narrativo, el caudal de sus diálogos y el gran abanico de posibilidades de interpretación que aporta, son bazas que la mantienen permanentemente de actualidad. Se trata de una obra aparentemente desternillante y mordaz, pero que encierra su halo de amargura; condensada y vibrante, impulsada por el vértigo de los acontecimientos.

Ignatius es un ser inadaptado, que no encaja con el mundo que le rodea: “Dudo muy seriamente que haya alguien dispuesto a contratarme. (…) Los patronos perciben que yo rechazo sus valores. Me tienen miedo. Sospecho que se dan cuenta de que me veo obligado a actuar en su siglo que aborrezco. Eso sucedió hasta cuando trabajé para la Biblioteca Pública de Nueva Orleans”. (p. 61)

"En los variopintos personajes (más reconocibles y tipificados) se refleja un concreto, ágil y satirizado retrato social. Así lo demuestra su constante semblanza de las condiciones de vida de los negros, de la que es su principal portavoz el hilarante y lúcido personaje negro Burma Jones. La presencia de otros como la tía de Mancuso (Santa Battaglia), la propia Sra. Reilly, madre de Ignatius o el Sr. Robichaux nos habla de las vicisitudes y la particular idiosincrasia de los emigrados; se describen, dentro de esa gran caricatura, las costumbres de las clases populares, la devoción religiosa frente a su simple y pragmática mentalidad; su obsesión por el qué dirán dentro de un submundo envenenado de cotilleos como picotazos de ave de carroña; sus modales, sus humildes condiciones, su implacable concepto de la educación escolar, sus formas de vestir... O el miedo al fantasma comunista, tan imbuido por el gobierno en la sociedad de la época". (Párrafo de Juanfran Molina)

Personajes distantes y ajenos como el doctor Talc, antiguo profesor de Ignatius y Myrna, sirven para trazar algunas líneas sobre su pasado universitario, y, de paso, es utilizado, como no podría ser de otra forma, para lanzar vitriolo sobre la clase académica (John Kennedy Toole era profesor universitario).

También es posible compartir sus opiniones sobre Mark Twain y su Norteamérica idealizada a través del Mississippi; la actitud del arte norteamericano en general respecto de la realidad que lo circunda; la relación de los bares y los salarios; el trasfondo de sus comentarios sobre la clase media, los negros y la progresía hippie encarnada por Mirna Minkoff; o frases tipo "El optimismo me da náuseas, es perverso...". Además, en un momento determinado alguien informa al Sr. Lévy de que "la media de vida en el barrio, o algo así, es demasiado baja para mantener un mercado grande..." ambigua expresión que encarna lo más despiadado del capitalismo imperante.

Los bajos fondos, el barrio francés, la pequeña delincuencia y la prostitución son descritos con sarcasmo no exento de amabilidad, de cierta indulgencia. En una ciudad en la que los policías se mueren por poner multas y el sargento se desespera por la falta de detenciones, hay locales como el "Noche de Alegría", irónico nombre para un lugar con bebidas aguadas y suciedad; refugio de solitarios, fracasados y perdidos. Nido de una cutrez de personajes ambiciosos moviéndose a través de pequeños delitos dentro de su propia incapacidad.

En el inicio de la novela no hay opción de aclimatación para el lector, ni explicaciones, ni excusas previas. Nuestra primera visión es él, Ignatius: la pormenorizada descripción de su excesivo aspecto, de su chocante mentalidad; su actitud despectiva y desafiante en los momentos más insospechados, su defensa obcecada ante "la conjura". “El mundo entero se me echará encima algún día con algún pretexto ridículo: sé que en cualquier momento pueden arrastrarme a una mazmorra con aire acondicionado y dejarme allí, bajo luces fluorescentes y un techo con aislamiento acústico, para que pague el precio por burlarme de todo lo que ellos atesoran en sus corazoncitos de látex”. (p. 235)

Unas circunstancias llevan a otras, cualquier acontecimiento es desencadenante de otro. Un carrusel que se mueve según los designios de la Diosa Fortuna, como el aparatoso accidente de tráfico que obliga a Ignatius a trabajar para que su madre pueda afrontar la fuerte deuda que se le presenta. Debe salir a la calle, abandonar su mundo, y no está dispuesto a hacerlo, sólo quiere datos a pie de calle para reforzar su monumental escrutinio del siglo de necios que le ha tocado vivir. De ese desgraciado impacto nace el crescendo de equívocos que vertebra esta novela.

No explicaremos el final esperpéntico y un poco benévolo del autor. Quien quiera saberlo tendrá que leer el libro. Entre continuas digresiones y extensas acotaciones, Ignatius desmenuza un amplio muestrario de su imaginación desbordante, de su reaccionario catolicismo, su ambigua percepción sexual, su añoranza de una monarquía totalitaria, su desprecio por la ilustración, el progreso, el frenético desarrollo industrial y comercial, o su no asunción de la velocidad como ingrediente definitivo de la vida del hombre. Reivindica a su maestro Boecio, habla de la monja Rosvita, clama a la diosa Fortuna, y desea que la constante inmoralidad de sus enemigos sea castigada azotándolos hasta perder el sentido. Admira a la aristocracia criolla y siempre amenaza con su equipo de abogados. Una ingeniosa muestra, llevada al extremo, del mito del hombre perplejo, desubicado e incómodo ante la sociedad en la que vive y a la que no quiere deberse. Algo que casi todos padecemos en algún momento.

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