(L144) Edad de hombre (1939)
Michel Leiris, Edad de hombre (1939)
Michel
Leiris (1901-1990) fue un escritor y etnógrafo francés. Su literatura
va a la búsqueda de una plenitud vital que no se hubiera podido lograr sin una catarsis, una liquidación, que tienen en
la actividad literaria –y sobre todo en la
literatura llamada “confesional”- uno de sus más cómodos instrumentos.
Aparece Edad de hombre (1939) sin que su autor
quiera envanecerse de otra cosa que de haber intentado hablar de sí mismo con
la máxima lucidez y sinceridad. Pone al descubierto ciertas obsesiones de orden
sentimental o sexual, confesar públicamente las deficiencias o cobardías que
más le avergüenzan, ha sido para el autor el medio –tosco sin duda, pero del
que hace entrega a los demás con la esperanza de que lo mejoren- de introducir
al menos la sombra de un cuerno de toro en una obra literaria.
El sufrimiento
íntimo del poeta no tiene peso frente a los horrores de la guerra y se parece a
un dolor de muelas del que no estaría bien quejarse. ¿Qué puede representar, en
la enorme confusión torturada del mundo, ese humilde gemido referido a
dificultades estrictamente limitadas e individuales?
Veamos en
palabras del propio Michel Leiris lo que para él significa la escritura: “lo
que yo ignoraba es que en el fondo de toda introspección existe un placer por
contemplarse y que en toda confesión uno quiere ser absuelto. Mirarme sin
piedad era de todos modos mirarme, mantener los ojos fijos en mí en lugar de
dirigirlos más allá, para dejarme atrás, hacia algo más ampliamente humano.
Descubrirme ante los demás, pero a través de un escrito que quería bien
estructurado y redactado, conmovedor y rico en ideas, era tratar de seducirlos
para que fuesen indulgentes, limitar –de alguna manera- el escándalo dándole
una forma estética. (…) procurando encontrar en los demás más bien cómplices
que jueces. (p.13)
La norma que
había escogido era rechazar toda fabulación y no admitir más materiales que los
hechos verídicos (y no sólo hechos verosímiles, como en la novela clásica);
nada más que esos hechos, y todos esos hechos. En tal sentido había ya un
camino abierto por Nadja de André
Bretón, pero yo soñaba sobre todo con retomar por mi cuenta –en la medida en
que pudiera hacerse- aquel proyecto que un pasaje de Marginalia de Edgar Poe inspiró a Baudelaire: mostrar su corazón
abierto, escribir un libro sobre sí mismo en el que el deseo de sinceridad
fuera tan lejos que, con palabras del autor, “el papel se arrugaría y ardería a
cada contacto con la pluma de fuego”. (p.14)
Esta elección
realista –en ningún caso fingida, como sucede a menudo en la novela, sino
efectiva (pues se trataba exclusivamente de cosas vividas y presentadas sin el
menor embozo)- no sólo me fue impuesta por la naturaleza de lo que me proponía
(hacer balance de mí mismo y exhibirme públicamente), sino que respondía
también a una exigencia estética: no hablar más de lo que conocía por
experiencia y me tocaba de muy cerca, para que cualquiera de mis frases
poseyera con seguridad una densidad particular, una plenitud conmovedora. En
otros términos: la cualidad peculiar de lo que se llama “auténtico”. Ser veraz
para tener la oportunidad de lograr esa resonancia tan difícil de definir y que
la palabra “auténtico” (aplicable a cosas tan diversas y, en especial, a
creaciones puramente poéticas) está tan lejos de haber explicado. (p. 15)
La actividad
literaria, en lo que tiene de específico en cuanto disciplina del espíritu, no
puede tener otra justificación que la de
iluminar ciertas cosas para uno mismo al tiempo que las hace comunicables para
los demás, y que uno de los fines más altos que pueden ser asignados a su
forma pura, es decir, a la poesía, es restituir por medio de las palabras
ciertos estados intensos, expresados concretamente y convertidos en
significativos, y ser expresados en palabras. (p. 20)
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