(L51) Léxico familiar (1963)
Natalia Ginzburg, Léxico familiar (1963)
En esta novela trata de la literatura que envuelve a lo cotidiano, los sucesos de la familia, sus pequeños y grandes avatares contados con la sencillez, naturalidad y elegancia que sólo una mente y un alma alegre, sencilla, sin grandilocuencias sabe trasmitirnos. Sin apenas darnos cuenta parece que somos un miembro más de la familia Levi y que en cualquier momento nos va a regañar su padre diciéndonos “mira que borrico que eres”.
Natalia Ginzburg (1916-1991) nos introduce de golpe, sin ninguna presentación previa, dentro de su universo familiar. No la conduce la retórica, sino el esmero de querer narrar acariciando los detalles y haciendo de su entorno cotidiano y de su universo emocional un lugar que el lector, sin saber muy bien cómo, hace suyo. Pertrechada con infinitas lecturas de Proust, heredadas de su mamá, que le dieron el tono intimista y los mecanismos de la memoria afectiva, Ginzburg relata aquí su infancia envuelta en la vida cotidiana de una familia judía y antifascista en los tiempos revueltos de Mussolini y la tiranía nazi en que la ideología pudo con la vida humana.
Luminosa en algunas páginas llenas de griterío y de color, esa infancia se oscurece en otras por la rigidez con la que Beppo Levi, su padre agridulce, ateo y librepensador, conduce su educación y la de sus hermanos. Y llegado el momento de los sombríos episodios del destierro a los Abruzzos con Leone y sus niños pequeños, la muerte del marido en la cárcel de Roma o el suicidio de su amigo Cesare Pavese, la obra podría adquirir unos tintes melodramáticos que Ginzburg evita siempre desde la contención narrativa.
Ginzburg ilustra en Léxico familiar (1963), un ejercicio narrativo de autobiografía que su autora, sabedora de las traiciones de la memoria –a saber, que la vida no es como la vivimos sino como la recordamos, y el recuerdo bebe de la misma fuente que la imaginación– arrima a la ficción subrayando que “sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela”.
Natalia Ginzburg aprendió de sus inicios neorrealistas y se convirtió en una retratista que fotografía con palabras con tal precisión que llegamos a pensar que formamos parte de la imagen que leemos. Apreciamos de ella el discreto encanto de la autobiografía que siempre acompañó su obra, desgarradora, porque vivió un infierno, y a un tiempo entrañable, porque escogió contárnoslo con una afectividad redentora, con las palabras convertidas en un bálsamo protector.
Otra novela muy recomendable suya es Las pequeñas virtudes (1962).
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