(L154) Respiración artificial (1980)
Ricardo Piglia, Respiración artificial (1980)
No sé si lo he
descubierto yo sólo o me han descubierto, la memoria juega estas malas pasadas,
a este buen escritor argentino; Ricardo
Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1941). Pero el caso es que decidí leer su
primera novela, la que le dio a conocer,
Respiración artificial (1980).
La novela es singular: personajes que hablan sobre literatura, sobre
escritores, que trazan hipótesis históricas, donde el azar es fruto de la
necesidad y ésta nos lleva a una especie de autodestrucción de nuestros ideales,
convirtiéndonos en seres errantes, deseosos de escuchar historias, nada más.
Argumento: El narrador/escritor/protagonista nos
habla de sus tíos, Esperancita y Marcelo, éste huye con una bailarina
llevándose el dinero de la familia. Es denunciado por la esposa y condenado a
tres años de cárcel, después de cumplida la condena nunca más se supo de él.
Sobre este tema
escribe el narrador una novela titulada La
prolijidad de lo real. Recibe una carta de su tío Marcelo, el desaparecido,
donde le aclara detalles de la historia. Se empiezan a cartear, le habla de la
muerte de Esperancita, de su padre Luciano Ossorio, el único que pregunta por
Marcelo quien vive dando clases de historia en la ciudad de Concordia, cerca de
la frontera con el Uruguay. Está escribiendo la biografía de Enrique Ossorio, un
personaje fascinante. Marcelo recibe en un cofre los documentos y escritos de
este singular personaje que perteneció a la generación romántica y fundó la
cultura nacional argentina.
Existe un
censor/espía que lee las cartas, se llama Arocena, quien busca claves y
mensajes secretos en las mismas. El sobrino, que a estas alturas de la novela sabemos
que se llama Emilio Renzi, ha quedado en ver a tu tío Marcelo. Le recibe el
señor Tardewski[1] amigo
de Marcelo Maggi quien ha desaparecido. Se encuentran en un café con exiliados
europeos: el conde Antón Tokray, Rudholf von Maier, Bartolomé Marconi. Hablan
sobre literatura, sobre Roberto Arlt, dicen que escribe mal y que era un naíf.
De Leopoldo Lugones, de quien alaban su estilo. Dicen de Borges que es un
escritor del siglo XIX. Se produce un conflicto o pugna entre los entrerrianos
y los porteños. Hablan de Mújica Lainez, de la lengua gauchesca. Hablan de
Joyce a quien Tardewski dice que conoció en Zurich.
Buscan a Marcelo
en su piso y no lo encuentran. El polaco había sido alumno de Wittgenstein en
Cambridge. Hablan de Brecht, de la filosofía de Wittgenstein. Sabemos de la
huída de Tardewski de Europa y su llegada a la Argentina. De Heidegger, Ortega
y Gasset. Tardewski se considera un fracasado. De las obras de Kafka. Entre
1909 y 1910 en Praga, frecuentaba el café Arcos, cita en sus cartas a un
personaje que asiste al café, un exiliado austríaco que ha desertado del
servicio militar y que se dedica a pintar. Kafka sabía oír, estaba atento al
murmullo enfermizo de la historia.
A continuación
extraigo algunas de las frases y temas más interesantes que aparecen en la
obra: “La paloma que siente la resistencia del aire piensa que podría volar
mejor en el vacío. En el telar de esas falsas ilusiones se tejen nuestras
desdichas”. (p. 33)
“Escribir una
carta es enviar un mensaje al futuro; habla desde el presente con un destinatario
que no está ahí, del que no se sabe cómo ha de estar (en qué ánimo, con quién)
mientras le escribimos y, sobre todo, después: al leernos. La correspondencia
es la forma utópica de la conversación porque anula el presente y hace del
futuro el único lugar posible del diálogo”. (p. 85)
“Nos adiestran durante demasiado tiempo en la estupidez y al final se nos
convierte en una segunda naturaleza, (…) Lo primero que pensamos siempre está
mal, decía, es un reflejo condicionado. Hay que pensar en contra de sí mismo y
vivir en tercera persona”. (p. 111)
“Sentía
inclinación por lo que uno llama tipos fracasados, dijo. Pero ¿qué es, dijo, un fracasado? Un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero
sí muchos, incluso bastantes más que los comunes en ciertos hombres de éxito.
Tiene esos dones, dijo, y no los explota. Los destruye. De modo, dijo, que en
realidad destruye su vida. Debo confesar, dijo Tardewski, que me fascinaban.
Todos esos fracasados que circulan especialmente en los alrededores de los
ambientes intelectuales, siempre con proyectos y libros por escribir, lo
fascinaban, dijo. Hay muchos, dijo, en todos lados, pero algunos de ellos son
hombres muy interesantes, sobre todo cuando han empezado a envejecer y se
conocen bien a sí mismos. Yo acudía a ellos, dijo, en aquellos años de mi
juventud, como uno se acerca a los sabios. Había un tipo, por ejemplo, con el
que me veía muy a menudo. En Polonia. Este hombre se había eternizado en la
universidad, sin decidirse nunca a rendir los exámenes que le faltaban para
terminar su carrera. De hecho había abandonado la universidad poco antes de
obtener su diploma de matemáticas y después había dejado plantada a su novia el
día de la boda. No veía ningún mérito especial en realizar nada. Una noche, me
dice Tardewski, estábamos juntos y nos presentan a una mujer que me entusiasma,
que me gusta muchísimo. Al observar esto me dice: Ah, ¿cómo?, ¿es que no le ha
mirado usted la oreja derecha? ¿La oreja derecha? Le contesto: Está usted loco,
no me interesa. Pero vamos, fíjese, me dijo, cuenta Tardewski. Fíjese. Mire. Al
final me las arreglo para ver lo que tenía detrás de la oreja. Tenía una
verruga infame, en fin, una verruga. Todo se derrumbó. Una verruga. ¿Se da
cuenta? El tipo era el demonio. Su función era sabotear el ímpetu de los demás.
Era un gran conocedor de los hombres. Tardewski dijo que en su juventud se
había interesado mucho por gente así, por gente, dijo que siempre estaba como
mirando en exceso. Se trataba de eso, dijo, en el fondo, de un modo particular
de ver. (…) Pero retomando lo que decía, esa forma de mirar afuera, a
distancia, en otro lugar y poder así ver la realidad más allá del velo de los
hábitos, de las costumbres. Paradójicamente es al mismo tiempo la mirada del
turista, pero también, en última instancia, la mirada del filósofo. (…) Un fracasado,
no todos, claro, cierta clase especial de fracasado ve todo, continuamente, con
ese tipo de mirada. Esa lucidez aberrante, por supuesto, los hunde todavía más
en el fracaso. Me interesé mucho por gente así, en los años de mi juventud.
Tenían para mí un encanto demoníaco. Estaba convencido de que esos individuos
eran los que ejercían, dijo, la verdadera función de conocimiento que siempre
es destructiva. (p. 155-157)
Otros libros de
Ricardo Piglia que pienso leer son: Plata
quemada (1997) y Blanco nocturno
(2010).
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