(L153) Adiós, muñeca (1940)
Raymond Chandler,
Adiós, muñeca (1940)
Segunda novela
que comentamos del escritor norteamericano Raymond
Chandler (1888-1959), en Adiós,
muñeca (1940) nos encontramos nuevamente con el detective Philip Marlowe
del que hemos hablado con detalle en El
largo adiós (1953).
Chandler,
comienza a escribir relatos policiacos para la revista Black Mask. Son la base
de esa creación magistral llamada Philip Marlowe, conmovedor protagonista de
siete novelas, algunas irregulares o confusas en la trama, pero todas dotadas
de un estilo deslumbrante, capacidad descriptiva, diálogos memorables, sarcasmo
de altura, emoción contagiosa, un tono desesperadamente lírico. Dos de ellas
son perfectas: El largo adiós y Adiós, muñeca.
Chandler conoce
el éxito, pero ese bálsamo tampoco es duradero. Enviuda de su eterna esposa,
señora dieciocho años mayor que él y que ha constituido el mayor refugio para
un hombre familiarizado con el vértigo. Hay un desolado y grotesco intento de
suicidio porque Chandler no acierta a dispararse con la pistola. La cirrosis se
complica con una pulmonía. Todo ya es triste, solitario y definitivo, había
certificado Marlowe en El largo adiós.
Refiriéndose a su propia obra, Chandler escribió: "Tiene que haber algo de
magia en eso de escribir, pero no me atribuyo ningún mérito. Ocurre.
Simplemente. Como el cabello rojizo. Pero encuentro bastante humillante coger
un libro mío para leer un pasaje y sorprenderme leyéndolo de nuevo veinte minutos
después, como si lo hubiera escrito otra persona".
Argumento: El detective Marlowe se encuentra con
el gigante Moose Malloy en un garito para negros: “Llevaba el sombrero de
fieltro típico de un gánster, una chaqueta gris de sport con bolas de golf en
miniatura a modo de botones, una camisa marrón, una corbata amarilla,
pantalones grises de franela con raya muy marcada y zapatos de piel de
cocodrilo con las punteras de color blanco. (…) Incluso en Central Avenue, que
no es la calle más discreta del mundo en materia de vestimenta, pasaba tan
inadvertido como una tarántula en un trozo de bizcocho” (p. 8) Moose está
buscando a una chica llamada Velma, ha pasado ocho años en prisión. En una
refriega mata al propietario del garito y huye. El policía Nulty se encarga del
caso, Marlowe ha sido el único testigo. Marlowe recibe la visita del señor
Lindsay Marriot que le encarga un trabajo, se trata de acompañarlo a recuperar
un collar de jade que ha sido robado por unos chantajistas. Acuden ambos al
lugar de la entrega, allí, Marlowe, recibe un golpe en la cabeza, cuando
despierte se encuentra a su cliente muerto y a una chica llamada Anne Riordan
que está husmeando por los alrededores…
En Adiós, muñeca nos encontramos con una
ciudad despiadada, donde la muerte de un negro no es noticia, a nadie le
interesa: “Voy hacia allí y, antes de entrar, un tipo que trabaja en el Chronicle, un cazanoticias, sale de la
casa y se dirige hacia su coche. Hace una mueca mirándonos, dice “Negros,
maldita sea”, se sube a su cacharro y se marcha. Ni siguiera entró en el piso”
(p. 22). “Al cabo de un rato bajé al vestíbulo para comprar un periódico de la
tarde. Nulty tenía razón al menos en una cosa hasta entonces, la muerte de
Montgomery ni siguiera había llegado a la sección de anuncios por palabras” (p.
47). (¿O será al propio Chandler? a quien le ha criticado el trato que da en
sus novelas a negros, mujeres y homosexuales). Una ciudad donde la especulación
inmobiliaria (p. 62), los policías corruptos (p. 157 ss. p.214-215) y las leyes
hechas a medida de los que pagan (p. 137) forman parte de la cotidianeidad.
Marlowe tiene
problemas con la bebida (p. 183), en eso se parece a Chandler, a ambos les
cuesta parar de beber. Me parece divertida y cínica la descripción que hace de
una rubia cañón: “Buscó dentro de su bolso y empujó en mi dirección por encima
de la mesa una fotografía de tamaño postal. Era rubia. Pero qué rubia.
Cualquier obispo haría un agujero en una vidriera para verla. Iba vestida de
calle, con un conjunto que parecía blanco y negro, y un sombrero a juego; tal
vez un poco altiva, pero no demasiado. Fueran las que fueran tus necesidades,
dondequiera que estuvieses, aquella mujer tenía la solución. Edad unos treinta
años. Me serví rápidamente otra copa y me quemé la garganta al tragarla.
Quítemela de delante –dije-. Voy a empezar a dar saltos.” (p. 93)
Como dice Carlos
Boyero en su artículo, Triste, solitario,
definitivo. El País, 05/12/2009, Marlowe estaba convencido de que si algún
día y en cualquier callejón alguien le enviaba al otro barrio, nadie tendría la
sensación de que a su vida le faltaba de pronto el suelo. Su fatalismo, su
escepticismo, su lucidez, su amargura, o la constatación de su soledad, se
equivocaban en la previsión. La personalidad de este detective de Los Ángeles
ocupará siempre un lugar de privilegio en el corazón de mucha gente, pertenece
a su soñada familia, se han alegrado con sus triunfos pírricos, han sentido su
intemperie, se han regocijado con la incomparable mordacidad de su lengua y la
arriesgada chulería con la que se enfrenta a los poderosos, están de acuerdo
con su cínica certidumbre de que "la vida es una palmada en el hombro,
hoy, un puñetazo en los dientes, mañana", desean que sus resacas no sean
feroces y que no se sienta demasiado perdido, que la traición de la poca gente
en la que confía (la de Terry Lennox fue la más salvaje) no arañe
perdurablemente su corazón, que alguna mujer enamorada ("había un cabello
largo y oscuro sobre una de las almohadas, había una bola de plomo en la boca
de mi estómago", confiesa Marlowe), con tanta comprensión como paciencia,
se atreva a envejecer con él.
En palabras del
propio autor: "Paso por ser un escritor insensible, pero eso no tiene
sentido. Es simplemente una manera de proyectar. Personalmente soy sensible y
hasta tímido. A veces soy cáustico y belicoso en extremo; otras absolutamente
sentimental. No soy un ser sociable porque me aburro con mucha facilidad, y el
término medio nunca me satisface, ni en la gente ni en ninguna otra cosa...".
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