Sobre Literatura (4) - Elogio de la Lectura (1a. parte)


Alberto Manguel, Elogio de la lectura (2006) (Primera Parte)

Como la experiencia muestra, la debilidad de nuestra memoria olvida fácilmente no sólo los actos ocurridos hace mucho tiempo, sino también los recientes de nuestros días. Es, pues, muy conveniente y útil poner por escrito las hazañas e historias antiguas de los hombres fuertes y virtuosos para que sean claros espejos, ejemplos y doctrina para nuestra vida, según afirma el gran orador Tulio".

Así comienza la novela que, entre los pocos libros perdonados de la biblioteca de Don Quijote, el cura rescata por ser "un tesoro de contento y una mina de pasatiempos": el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba. "Llevadle a casa y leedle", le dice a su compadre el barbero, "y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho".

El Tirant justifica su propia existencia como un remedio a nuestra flaca memoria, como depósito de nuestra experiencia pasada, como espejo de valores antiguos y de enseñanza meritoria. Eso quiso su autor, pero sus lectores, menos ambiciosos, como aquel cura de La Mancha, no se preocuparon por tales noblezas y lo recomendaron por razones más sutiles y menos graves: por dar contento, proveer pasatiempo, provocar deleite. El censorio cura y el ensañado barbero condenaron a las llamas aquellos libros de Don Quijote que, a sus ojos, pecaban de revueltos, disparatados, arrogantes, duros, secos -es decir, libros que no les gustaban-. Porque en el momento de la verdad, frente a la salvación o a la hoguera, para un verdadero lector lo que importa es el placer.

Pero ¿qué es este placer? ¿En qué consiste ese extraño sentimiento de intimidad compartida, de sabiduría regalada, de maestría del mundo a través de un mero juego de palabras, de entendimiento adquirido como por acto de magia, de manera profunda e intraducible? ¿Por qué nos lleva a rechazar ciertos libros sin misericordia y a coronar a otros como clásicos de nuestra devoción si algo en ellos nos conmueve, nos ilumina, pero por sobre todo nos deleita?

Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las súplicas de los críticos ni las lágrimas de los lectores que nos han precedido. Implacables, a través de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar a los libros que ya se creían a salvo. Por puras razones de gusto, en el paraíso de la lectura, Cervantes ocupa el lugar que Martorell y Galba han perdido a pesar del juicio del mismo Cervantes. ¿Nuestros abuelos adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan: al infierno con ellos. ¿Melville fue despreciado y Kafka vendía apenas unos pocos ejemplares? Hoy Melville está sentado a la diestra de Dante y una primera edición de La metamorfosis de Kafka vale unos seis mil euros. Si debemos justificarnos, inventamos razones estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad es que, a fin de cuentas, nuestros juicios son casi todos refutables fuera del campo hedonista.

El lema de todo verdadero lector es De gustibus non est disputandum. "De gustos no se discute", o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito". El proverbio latino dice la verdad; la traducción castellana miente. Nuestro placer no admite argumentos; admite en cambio una infinidad de escritos, los exige. Al fin y al cabo ¿qué son las bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálogos de nuestros placeres?

El placer de la lectura, que es fundamento de toda nuestra historia literaria, se muestra variado y múltiple. Quienes descubrimos que somos lectores, descubrimos que lo somos cada uno de manera individual y distinta. No hay una unánime historia de lectura sino tantas historias como lectores. Compartimos ciertos rasgos, ciertas costumbres y formalidades, pero la lectura es un acto singular. No soñamos todos de la misma manera, no hacemos el amor de la misma manera, tampoco leemos de la misma manera.

Para ciertos lectores, el placer de la lectura es uno de intimidad. Ese espacio amoroso que un lector crea con su libro no admite otra presencia. El niño que lee bajo la manta a la luz de una linterna cuando se le ha ordenado dormir, el adolescente acurrucado en el sillón para quien el único tiempo que transcurre es el del cuento que está leyendo, el adulto aislado de sus congéneres en un atiborrado vagón de tren o en un bullicioso café, encuentra su placer en un mundo creado sólo para él. Proust volvía al comedor una vez que la familia había salido a pasear para hundirse en el libro que estaba leyendo, rodeado solamente de los platos pintados colgados en la pared, del almanaque, del reloj, todos objetos, nos dice, "muy respetuosos de la lectura" que "hablan sin esperar respuesta y cuya jerga, a diferencia de la de los humanos, no trata de reemplazar el sentido de las palabras leídas con un sentido diferente". Dos horas de placer hasta la entrada de la cocinera que, con sólo decir "así no puede estar cómodo. ¿Y si le traigo una mesita?", lo obligaba a detenerse, a buscar su voz desde muy lejos, a sacar las palabras de su escondite detrás de los labios y a responder, "no, gracias", con lo cual el encanto quedaba roto. El placer de la lectura no admite terceros.

Pero hay lectores para quienes la experiencia compartida prolonga y profundiza el placer de la intimidad. Acabo de leer un párrafo que me encanta y, antes de cerrar el libro o pasar a otra página, quiero leérselo a otros, regalar a un amigo el nuevo placer descubierto, formar un pequeño ruedo de admiradores de ese texto. Dar un libro a otro lector es decirle: "Éste fue mi espejo; ojalá sea el tuyo". Es así como creamos asociaciones de lectores que tienen algo de sociedades secretas, y es gracias a ellas que ciertos autores no han desaparecido de nuestras bibliotecas canónicas. He regalado innumerables ejemplares de Su mujer mona de John Collier, de la autobiografía de Henry Green, de Contra la corriente de James Hanley, de Rosaura a las diez de Marco Denevi, para poder hablar de lo que me gusta, para que mi placer tenga un eco. En su diario, Hervé Guibert cuenta que compró las Cartas a un joven poeta de Rilke para leer al mismo tiempo que su amigo el libro que éste se había llevado de viaje.

Extracto artículo 22/04/2006 El País

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