(L68) Calle Ordener, calle Labat (1994)


Sarah Kofman, Calle Ordener, calle Labat (1994)

La literatura del holocausto o mejor dicho la literatura que escriben los supervivientes del holocausto, nos ha dejado una serie de grandes testimonios. Citaré los que conozco y recuerdo: Primo Levi (1919-1987), Jean Améry (1912-1978), Imre Kertész (1929), Jorge Semprún (1923), Hanna Arendt (1906-1975), Robert Antelme (1917-1990), Elie Wiesel (1928), Giorgio Agamben (1942) discípulo de Wiesel que escribe sobre el holocausto, Víctor Frankl (1905-1997) y Sarah Kofman (1934-1994) a la que acabo de descubrir gracias a mi amiga de Valladolid, Pilar Villanueva. He tenido la suerte de conocer a dos de ellos en persona: a Jorge Semprún en un curso de la UIMP de Santander el año 2001 y a Imre Kertész en una conferencia que dio en Barcelona en la sede de la editorial Planeta el año 2004.

Calle Ordener, calle Labat (1994) es el testimonio de una niña judía cuya infancia transcurre en París bajo la ocupación alemana. Podríamos incluirlo dentro del género “literatura testimonial”, con todo lo problemática que sea esta expresión.

La narración comienza con la detención de Bereck Kofman, el padre de Sarah, el 16 de julio de 1942 en la redada del Vel d’hiv (velódromo de invierno), siendo deportado, más tarde, a Auschwitz donde morirá un año después. A partir de ese momento, su mujer y sus hijos deberán esconderse para evitar ser arrestados y trasladados a un campo de concentración. El libro se cierra con el entierro de Mémé, la “señora de la calle Labat”. Después de varios intentos fallidos por parte de la madre de Kofman por poner a salvo a su hija, se dirigieron a casa de Mémé (en francés significa abuelita, Claire era su verdadero nombre), quien accedió a ocultarlas, a riesgo de ser denunciada por alguno de los muchos vecinos colaboracionistas. Mémé la introduce en el mundo de la cultura y poco a poco va sintiendo predilección por ella en detrimento de su madre biológica. Esta atmósfera de inquietud se recrea en el texto mediante el uso de frases simples que simulan la respiración angustiosa y entrecortada de las protagonistas. Desde un punto de vista literario, el libro destaca por su sencillez sintáctica y austeridad retórica. Si la narración sigue un ritmo frenético, cortante, no es casual e inocente. Con ello se transmite la sensación de que en cualquier momento, de modo imprevisto, pudiera sobrevenir lo peor.

El inicio del libro es fascinante: “De él sólo conservo la estilográfica. Un día la cogí del bolso de mi madre, donde la guardaba con otros recuerdos de mi padre. Una pluma como ya no se hacen, de las que se cargaba de tinta. La utilicé durante toda mi etapa escolar. Ella misma me “abandonó”, antes de que yo pudiera decidir dejarla. La conservo aún, remendada con cinta adhesiva; está ante mis ojos en la mesa de trabajo y me fuerza a escribir, a escribir. Es probable que mis numerosos libros hayan sido vías transversales obligadas para conseguir hablar de ello”.

Sarah Kofman se interesó y especializó en F. Nietzsche y siguió cursos con Gilles Deleuze, quien supervisó su tesis doctoral, y Jacques Derrida.

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