(L227) Selección propia (1999)
Francisco Brines, Selección propia (1999)
La poesía de Francisco
Brines (Oliva, 1932) forma parte de la llamada generación de los cincuenta
se caracteriza por un conocimiento interior del hombre que es la marca de esa
poesía de revelación. Su escritura tiende a un equilibrio clásico y a un tono
melancólico que intenta dominar la angustia ante la muerte mediante una
asunción serena de lo inevitable. En la introducción que él mismo hace para
Cátedra nos desvela su filosofía existencial y cuál es su interpretación del
fenómeno poético.
“El modo en que
moralmente reacciona mi persona ante la visión del mundo que la obra ha
conformado es una moral de estirpe clásica, y que podemos denominar, justamente
de estoica. Ante una cosmovisión que siente el transcurso del vivir como una
continuada pérdida, y en la que el final abocamiento es el vacío, la serena
aceptación del destino adverso desde el profundo amor a la vida. Y algo que le
acompaña. Con la aceptación del desastre metafísico del hombre, aparece la
valoración de su existencia temporal, quedando ésta entonces liberada para el
goce”.1
“Cuando tuve que
reunir mis libros en un volumen, el conjunto lo titulé Ensayo de una despedida, buscando en él su significación esencial.
Se trata, por un lado, de la despedida de la vida, concepto que se nos hace
presente cuando, ya muy pronto, tomamos conciencia de nuestro destino mortal.
Por otro, esta despedida es también la conciencia de las sucesivas pérdidas en
que consiste el vivir. Asistimos a un empobrecimiento sin pausa desde la
adolescencia a la vejez. Empezamos por perder la inmortalidad y, después, la
inocencia. Es decir, dejamos de ser dioses y nos convertimos en culpables.
Después de esas dos pérdidas, que califican al hombre en una inferior
naturaleza, las pequeñas e innumerables que se suceden”.2
“Me importa la
poesía en cuanto me importa la vida. De ahí que preste tanta relevancia a mi
individualidad, ya que desde ella la vida es experimentada. Soy, por todo ello,
un poeta de la intimidad; se trata de iluminar lo oscuro, pues me interesa mi
yo secreto de hombre, pero no porque sea nada excepcional sino porque es el
mío, y es el que mejor se me puede revelar. Es sólo un problema de elección de
la mejor perspectiva, y si atrae a algún lector es por la cercanía que hay
entre todos los hombres. Esa tanteante indagación del yo en la poesía no
persigue otra cosa que el conocimiento de la borrosa identidad humana, hallada
en el individuo que se es. Los poetas, al hablar de sí mismos, siempre están
hablando de los demás”.3
“Con el ejercicio
poético no se pretende hallar ninguna piedra filosofal, sino dar testimonio de
la sucesiva ruina y esplendor del tiempo, hacer sentible la dolorida o gozosa
señal que yace oculta en la carne del hombre. En el ocio del poeta reside su
libertad, de la que no se le puede despojar, pues su función consiste también
en custodiarla para los demás. De la poesía se reciben siempre razones de
vida”.4
La sombra de la tierra va creciendo,
sube los aires, y
la noche queda
sobre el alto
tejado de la casa.
Se ensombrece el
naranjo, y azahares
huelen por el
desván, pesan los muros
y el hombre que la
habita se detiene
para pensar vanos
recuerdos. Oye
cómo riegan los
nardos, su jardín
ve que se vuelca
por las tapias bajas,
limoneros doblando
los caminos.
Vuelven las
estaciones del destierro,
y dormita el
sillón, y los papeles
sin resplandor
sobre la mesa vieja.
Es la hora de
otoño de este día
la hora de la luz
en las ventanas
desde el camino de
las piedras, hombre
que siente ya
madura su cabeza,
destruido el
cabello y el cansancio.
Meditación inútil,
cuando pronto
dejará de vivir en
esta casa
y olvidarán su
nombre, cuando piensa
que nada le ha
quedado de la vida.
Otoño inglés
Es ley fatal del
mundo
que toda vida
acabe en podredumbre,
y el árbol morirá,
sin ningún esplendor,
ya el rayo, el
hacha o la vejez
lo abatan para
siempre.
En la fingida
muerte que contemplo
todo es belleza:
el estertor
cansado de las aves,
la algarabía de
unos perros viejos, el agua
de este río que no
corre,
mi corazón, más
pobre ahora que nunca
pues más ama la
vida.
Las rotas alas de
la noche caen
sobre este vasto
campo de ceniza:
huele a carroña
humana.
La luz se ha
vuelto negra, la tierra
sólo es polvo,
llega un viento
muy frío.
Si fuese muerte
verdadera la de este bosque de oro
sólo habría dolor
si un hombre
contemplara la caída.
Y he llorado la
pérdida del mundo
al sentir en mis
hombros, y en las ramas
del bosque
duradero,
el peso de una
sola oscuridad.
Alocución pagana
¿Es que, acaso,
estimáis que por creer
en la
inmortalidad,
os tendrá que ser
dada?
Es obra de la fe,
del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no
importa no haber creído en ella:
respuestas
ignorantes son todas las humanas
si a la muerte
interroga.
Seguid con
vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses,
o grandes
monumentos funerarios,
las cálidas
plegarias, vuestra esperanza ciega.
O aceptad el vacío
que vendrá,
en donde ni
siquiera soplará un viento estéril.
Lo que habrá de
venir será de todos,
pues no hay
merecimiento en el nacer
y nada justifica
nuestra muerte.
"Aún no"
1971
NOTAS:
1.- Francisco
Brines, Selección propia, Editorial
Cátedra, Madrid, 1999, p. 19.
2.- Ibídem, p. 20.
3.- Ibídem, p. 42.
4.- Ibídem, p. 45.
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