Lledó en el surco del tiempo y el olvido (2009)



Lledó en el surco del tiempo y el olvido (2009)

El árbol de loto producía el olvido. Los hombres de Ulises comieron la extraña planta de color rojizo y endulzado sabor. Perdieron la memoria. Los lotófagos, los comedores de loto, lo olvidan todo como los políticos democráticos tras las campañas electorales.

Emilio Lledó escribe en El surco del tiempo que el olvido se nutre de algo parecido a la muerte, “como si en cada latido no quedase otra cosa que el hueco de su ausencia”. Pero no se puede “empezar y acabar la vida en cada punto entre los que se enhebra el incoloro hilo del tiempo” “Ayer se fue; -escribe Quevedo- mañana no ha llegado; hoy se está yendo sin parar un punto: soy un fue, y un seré, y un es cansado”.

Dije en una ocasión que es imposible no admirar a Emilio Lledó, sangre sonora de la libertad, cuando se le oye hablar de forma precisa sobre Platón o Aristóteles, sobre El Quijote o la poesía de San Juan, sobre Kant o Hegel, sobre Sartre o Heidegger. Escritor manantial, su libro El Epicureísmo es un fulgor. El silencio de la escritura asombra, Filosofía y lenguaje, Lenguaje e Historia, Aristóteles y la ética de la Polis o Elogio de la infelicidad son obras definitivas.

Dediqué el pasado fin de semana a la relectura, a leer textos o poemas ya leídos, costumbre que no he perdido desde mi primera juventud. En mis manos, El surco del tiempo. Robustecí de nuevo mi idea de que el único intelectual que hoy se acerca a lo que significó Ortega y Gasset es Emilio Lledó. Me dijo un día Emilio García Gómez que “el reconocimiento de la altura intelectual de Ortega y Gasset no tenía excepciones ni arrugas”. El autor de La idea de principio en Leibniz es la primera inteligencia del siglo XX español. Emilio Lledó, un pura sangre de la filosofía, representa hoy por su calidad intelectual, por la belleza de su escritura, por el océano cultural que le sacude, por su penetración filosófica, la herencia de Ortega. Allí donde se traban los nervios de la cultura, allí donde se discurre sobre la vida y la muerte, sobre el lenguaje y la lectura, sobre el olvido y la memoria, sobre el talante ilustrado que cuestionó Gadamer, allí está la sabiduría de Emilio Lledó y su ecuanimidad de juicio.

En El surco del tiempo, que es el libro de la memoria y el olvido, dialoga el autor con Sócrates y Platón, con Theuth y Thamus, con el temor y el temblor de las páginas de Fedro. Defiende Lledó la memoria, “con un contenido ontológico que le permite construir -es lo que iré siendo, como pasado, la historia de todos los presentes- una coherencia con la que poder enfrentarse al azar y al destino”.

Las imágenes del silencio alzan su voz porque la noche es la edad de las estrellas, al decir de Calderón. Platón se adentró en los jardines de Adonis de la mano de Sócrates. Es el espacio del lógos, el reconocimiento de la autenticidad personal, la reflexión sobre uno mismo que permite a la memoria despejar las sombras del olvido y nos eleva por encima de todo. “Reina en ti propio -escribió Quevedo- tú que reinar quieres, pues provincia mayor que el mundo eres”.

La sympátheia griega es para Lledó, “el sentir con el otro que es, por ello, uno mismo”. El futuro de la memoria está, tal vez, en la inmortalidad. “El caso es, amigo mío, -le explica Sócrates a Fedro- que, según se dice que se decía en el templo de Zeus en Dodona, las primeras palabras proféticas habían salido de una encina”. A lo mejor es verdad, aunque yo piense que Emilio Lledó es un roble cimbreado por la flexibilidad de la espiga.

Luis María Anson, de la Real Academia Española (27/02/2009) en El Cultural.

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