(L178) Cartas desde Venecia (1974)
Henry James, Cartas desde Venecia (1974)
Aparte de su
utilidad como fuente de datos sobre la vida y obra de Henry
James (1843-1916),
las cartas tienen un valor intrínseco como obras literarias. Son sólo veinte
cartas, pero forman parte del itinerario vital, estético y emocional desde la
llegada como turista al hotel Barbesi con 26 años hasta la partida casi
cuarenta años más tarde dejando los salones del Palazzo Barbaro “más adorable
que nunca”, no falta nada. El deslumbramiento artístico que le produce
Tintoretto se entremezcla con el torrente de luz deslumbrante reflejado en la
laguna un día de verano. Me he ayudado de la excelente introducción de M. Ángel
Martínez Cabeza para elaborar el presente comentario.
Este volumen
sigue y acompaña al de Horas venecianas
(Italian hours, 1909) y presenta con luz más clara al círculo de
norteamericanos afincados en Venecia con quienes James establece distintos
grados de amistad, empezando por Katharine y Arthur Bronson, que se instalaron
en la Casa Alvisi, frente a la iglesia de Santa María de la Salute en 1876.
Escritora de cierto talento, Katharine se hizo famosa por su generosidad y
animadas fiestas. Daniel y Ariana Curtis llegaron a Italia en 1877 y se
instalaron en Venecia en 1885. Su hijo Ralph fue pintor de cierto renombre. Isabella Steward Gardner (1840-1924) y
Jack Gardner recalaron por primera vez en Venecia en 1884 después de un viaje
por Asia y Oriente Medio para visitar a los Curtis, a quienes conocían de
Boston. Cautivados por la ciudad y en especial por el Palazzo Barbaro, los
Gardner realizaron prolongadas estancias cada dos años; después de la muerte de
Jack en 1898, Isabella volvió sola en 1899 y 1906. Como muchos angloamericanos,
todos ellos compartían una visión de Venecia modelada según Las piedras de Venecia (1851) de John Ruskin (1819-1900). Esta visión
romántica fue refinada por Robert
Browning (1812-1899), que visitó la ciudad frecuentemente en la década de
1880 y entablo una profunda amistad con Katharine Bronson y los Curtis. Además
todos compartían su entusiasmo por el arte y el interés por las carreras de
pintores jóvenes.
La sociedad
veneciana vivía una especie de plácido exilio. Los Bronson y los Curtis
llegaron defraudados por sus países natales. Hasta el pintor Whistler (1834-1903) se vino a Venecia
después de que su juicio contra Ruskin lo dejara en bancarrota. Incluso
abundaban los monarcas y príncipes exiliados, incluyendo al español Don Carlos,
Olga de Montenegro y la emperatriz Federica de Alemania.
No es extraño
que Isabella Gardner cayera en la tentación de comprarse un palacio en el Gran
Canal. En 1888, Ralph Curtis le escribió a Isabella sobre el Palazzo
Contarini-Fasan, entonces en venta: “¿Quieres un alojamiento encantador? Tu
dormitorio sería la habitación del balcón de Desdémona”.
El círculo del
Barbaro, que se había establecido en Venecia hacia 1880, apenas sobrepasaría el
siglo entrante. En 1899 la señora Bronson dejó la Casa Alvisi para mudarse a
Florencia donde moriría en 1901. Ralph Curtis y su esposa Lisa sólo hacían una
breve visita anual al Barbaro, prefiriendo su villa del sur de Francia. Jack
Gardner murió en 1898 y la señora Gardner hizo su última visita al Palazzo en
1906. Daniel Curtis murió poco después, en 1908. La Primera Guerra Mundial
ensombreció la vida en Venecia y el espíritu de las décadas anteriores nunca
volvió. En ese momento se marcharían casi simultáneamente los miembros
restantes del círculo: Henry James, que se había despedido de Venecia en 1907,
moría en 1916; en 1922 lo hicieron Ariana y el todavía joven Ralph Curtis;
Isabella Gardner los seguiría dos años después.
“Hace tres
mañanas, madrugué para ir a la estación a tomar el tren a Florencia, y con la
fresca y limpia luz de las siete crucé en góndola el delicioso lugar cuando
empezaba a despertarse atravesando el dédalo de silenciosos canales sólo
perturbados por el salpicar del agua. Era desgarrador alejarse –salir a la
polvareda y banalité del resto del
mundo–. Pero ya se degusta la dulzura de Florencia. Sin embargo, estoy pensando
seriamente, o más bien soñando, en hacerme con algún refugio permanente en
Venecia, pequeño y económico –alguna habitación sobre el agua con una cama y
una mesa sólo mía donde refugiarme sin la interposición de equipajes y hoteles
siempre que el peso de Londres se haga insoportable–.” (Carta a Grace Norton, 30 de junio de 1890).
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