(L207) La Ilíada – 1


Homero, La Ilíada (s.VIII a.c.)

Hoy comentamos el poema escrito más antiguo que se conserva y que inicia la cultura griega y por extensión nuestra cultura occidental. No voy a entrar en polémicas sobre autorías; si fue Homero (s. VIII a.c.) o no quien la escribió; si existió o no este autor, lo verdaderamente importante es el texto. La datación aproximada del poema es mediados del siglo VIII a.c. y relata hechos acontecidos unos siglos antes entre los aqueos (griegos) y los troyanos, durante la famosa guerra de Troya (Ilión, de aquí el nombre de la obra, Ilíada). De esta ciudad encontró restos y joyas el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann en el siglo XIX descubriéndose que La Ilíada describía escenarios históricos.

El libro está dividió en veinticuatro cantos. Citaré su bonito y poético inicio: “Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves –cumplíase la voluntad de Júpiter– desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles”. 

Hay varios aspectos que nos informan en el texto que fue en sus inicios un poema oral, las varias repeticiones del mismo que ayudaban al rapsoda como puntos de referencia para poderlo memorizar mejor. Se especula con que fue transmitido por la tradición oral y recogido en texto por Homero.

Cada personaje posee un atributo: Juno, la diosa de los níveos brazos (I, 55); Aquiles, el de los pies ligeros (I, 57); Criseida, la de hermosas mejillas (I, 144); Héctor de tremolante casco (VI, 359); Tetis, la de los argentados pies (XVIII, 127); Iris, la de los pies ligeros (XXIV, 188); Zeus o Júpiter, que amontona nubes (se repite veintinueve veces); El ingenioso Ulises (I, 311); Minerva la diosa de los brillantes ojos (I, 206); La Aurora de rosados dedos (I, 477); Aquiles, el héroe de más breve vida (I, 505); Vulcano, el ilustre cojo de ambos pies (I, 606); Ulises fecundo en recursos (II, 174). También recurre a adjetivos para describir las cóncavas naves (lo repite cincuenta y nueve veces); aqueos de broncíneas lorigas (II, 162); los aqueos de larga cabellera o cerúlea cabellera (II, 472) o los solípedos caballos (treinta y dos veces).

Cuando los griegos quieren obtener los favores de los dioses les realizan sacrificios: “En sacros altares inmolábamos hecatombes perfectas a los inmortales”. (II, 298)


En el texto abundan reflexiones sobre la guerra y sobre la muerte: “¿Por qué me interrogas sobre mi abolengo? Cual la generación de las hojas, así las de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece.” (VI, 145).

“¡Esposa querida! No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al Hades antes de lo dispuesto por el destino; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde o valiente, puede librarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en las labores del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilio, y yo el primero”. (VI, 486-493)

Sabia y bonita es la reflexión que hace Aquiles: “Mucho me aconseja mi corazón varonil que tome legítima esposa, digna cónyuge mía, y goce allá de las riquezas adquiridas por el anciano Peleo;  pues no creo que valga lo que la vida ni cuanto dicen que se encerraba en la populosa ciudad de Ilio en tiempo de paz, antes que vinieran los aqueos, ni cuanto contiene el lapídeo templo de Apolo, que hiere de lejos, en la rocosa Pito. Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden adquirir los trípodes y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes”. (IX, 404-413)

“¡Padre Zeus! Dicen que superas en inteligencia a los demás dioses y hombres, y todo esto procede de ti. ¿Cómo favoreces a los troyanos, a esos hombres insolentes, de espíritu siempre perverso, y que nunca se pueden hartar de la guerra a todos tan funesta? De todo llega el hombre a saciarse: del sueño, del amor, del dulce canto y de la agradable danza, cosas más apetecibles que la pelea; pero los troyanos no se cansan de combatir”. (XIII, 630-639)

“-¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Pero abstengámonos en seguida de combatir y peleen ellos entre sí”. (XXI, 461-467)

También hay símiles de una gran belleza comparando la guerra con la naturaleza: “apercibiendo el arco, envió otra flecha a Héctor con intención de herirlo. Tampoco acertó, pero la saeta se clavó en el pecho del eximio Gorgitión, valeroso hijo de Príamo y de la bella Castianira, oriunda de Esima, cuyo cuerpo al de una diosa semejaba. Como en un jardín inclina la amapola su tallo, combándose al peso del fruto o de los aguaceros primaverales, de semejante modo inclinó el guerrero la cabeza que el casco hacía ponderosa”. (VIII, 300-308)

“Ambos fueron a encontrarse, deseosos el uno de alcanzar al contrario con la aguda lanza, y el otro de herir a su enemigo con una flecha arrojada por el arco. El Priámida dio con la saeta en el pecho de Menelao, donde la coraza presentaba una concavidad; pero la cruel flecha fue rechazada y voló a otra parte. Como en la espaciosa era saltan del bieldo las negruzcas habas o los garbanzos al soplo sonoro del viento y al impulso del aventador, de igual modo, la amarga flecha, repelida por la coraza del glorioso Menelao, voló a lo lejos.” (XIII, 581-589)

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