(L239) Antología poética (1837)
Giacomo Leopardi, Antología poética (1837)
He escogido la
hermosa edición y traducción de Eloy Sánchez Rosillo de Pre-textos para comentar
la poesía de Giacomo Leopardi (Recanati, 1798-Nápoles, 1837). Su obra refleja
toda la gama de los valores propios del romanticismo, desde la exaltada pasión
amorosa hasta el intimismo elegiaco, desde la búsqueda de las raíces literarias
nacionales hasta las atormentadas contradicciones ideológicas. Su poesía de
madurez transmite una amarga desesperación ante la frustración y corrupción de
los ideales humanos, pero también una clara y muy romántica voluntad de dejarse
disolver en el Todo, en el Infinito de una Naturaleza que contempla
estoicamente el eterno surgir para desaparecer del ser humano.
Los poemas de amor
de Leopardi giran en torno a la idea de que el enamorado se engaña siempre: no
se enamora de alguien real: inventa al ser amado, y, mientras dura el amor,
confunde a la persona de carne y hueso que lo atrae con el dechado de
perfecciones que tan sólo en su mente y en su corazón existen.
Otra constante es
el pensar que el destino del hombre en el mundo, es como el de la hoja
arrastrada por el viento, es vagar sin ningún sentido y sin llegar a comprender
nunca por qué la Naturaleza nos hace nacer y morir.
Nos dice su
traductor: “Leopardi es un poeta de obra muy breve –cuarenta y uno son los
poemas con que cuenta la edición definitiva de los Cantos-, pero el tiempo, que
como se sabe, es el antólogo más severo y temible, se ha encargado de recortar
aún más el ya de por sí exiguo legado y de dejarlo aproximadamente en la mitad.
A mi modo de ver, las veintidós composiciones no incluidas en esta selección
poco pueden decirle hoy al simple y buen lector de poesía. No son más que
materia muerta, de esa que hace las delicias de eruditos y filólogos”.1
EL PÁJARO SOLITARIO
Tras el día
sereno,
Va declinando,
cual si nos dijera
Que la dichosa
juventud se acaba.
Tú, pajarillo solo, ya en la noche
Del vivir que han
de darte las estrellas,
No tendrás que
dolerte
De tu modo de ser,
pues tus deseos
Son de Natura el
fruto.
Mas yo, si los
umbrales
De la vejez odiada
Evitar no consigo,
Cuando estos ojos
nada a nadie digan
Y el mundo hallen
vacío y el futuro
Más tedioso y
sombrío aún que el presente.
¿Qué pensaré de
mí,
Qué de este afán,
qué de estos años míos?
Habré de
arrepentirme,
Y miraré hacia
atrás con desconsuelo.
LA NOCHE DEL DÍA DE FIESTA
¡Ay!, por la
calle,
No lejos oigo el
solitario canto
Del artesano que,
en la madrugada,
Tras el solaz,
vuelve a su hogar humilde;
Y el corazón me
oprime fieramente
El pensar que en
el mundo todo pasa
Sin dejar casi
huella. Ya se ha ido
El día festivo y,
al festivo, el día
común sucede, y va
el tiempo llevándose
Todo humano
quehacer. De los antiguos
Pueblos, ¿dónde
está el eco? ¿Y el aliento
De los famosos
próceres, el yugo
De aquella Roma, y
el fragor de armas
Que recorrió la
tierra y el océano?
Todo es paz y
silencio, el mundo todo
Reposa, y nadie
piensa ya en aquello.
En mi primera
edad, cuando se espera
Ansiosamente el
día festivo, luego
Que se acababa, yo
angustiado, en vela,
Me agitaba en el
lecho y, en la noche,
Un canto que se
oía en los caminos
Y a lo lejos moría
poco a poco,
Ya igual que ahora
el corazón me hería.
CANTO NOCTURO DE UN PASTOR ERRANTE DE ASIA
Con dolor nace el hombre,
Y ya es riesgo de
muerte el nacimiento.
Prueba tormento y
pena
Para empezar, y en
el principio mismo
Sus dos
progenitores
De haber nacido
intentan consolarlo.
Y cuando va
creciendo,
Ambos lo ayudan, y
continuamente,
Con gestos y
palabras
Animarlo procuran
Y consolarlo del
humano estado:
Con respecto a su
prole,
Para los padres no
hay más grato oficio.
Mas ¿por qué traer
al mundo
Y mantener con
vida
A quien habrán de
consolar por ello?
Si la vida es
desdichada.
¿Por qué la
prolongamos?
Y cuando veo en el
cielo arder los astros,
Me digo pensativo:
¿A qué tantos
fulgores?
¿Por qué el aire
infinito y el profundo
Firmamento sin
fin? ¿Qué significa
Esa gran soledad?
¿Y yo, qué soy?
Oh rebaño feliz,
que en tu reposo
Ignoras, según
creo, tus miserias,
¡Cuánta envidia te
tengo!
No sólo porque te
halles
De anhelos casi
libre,
Ni porque todo
daño,
Todo extremo temor
muy pronto olvides,
Sino porque jamás
sabes del tedio.
Sobre la hierba
echado, y a la sombra,
Estás quieto y
contento,
Y del año gran
parte
En ese estado
empleas sin enojo.
Yo me siento a la
sombra, sobre el prado,
Y me embarga el
hastío
La mente, y una
espina se me clava
Cuando, sentado,
más que nunca estoy
Lejos de hallar
sosiego.
Y aún así nada
ansío,
Y no tengo hasta
aquí razón de llanto.
Cuántos tus goces
sean
No sé decir, pero
dichoso eres.
Yo pocos goces
tengo,
Mas no me quejo de
esto sólo, ¡oh grey!
Si hablar
supieras, te preguntaría:
Dime, ¿por qué
yaciendo
Despreocupado,
ocioso,
Todo animal
disfruta
Y yo cuando
descanso siento el tedio?
Este poema tuvo
mucha influencia en el joven Nietzsche quien lo cita indirectamente en su
segunda intempestiva Sobre la utilidad y
el perjuicio de la historia para la vida (1874): “Contempla el rebaño que
pasta delante de ti: ignora lo que es el ayer y el hoy, brinca de aquí para
allá, come, descansa, digiere, vuelve a brincar, y así desde la mañana a la
noche, de un día a otro, en una palabra: atado a la inmediatez de su placer y
disgusto, en realidad atado a la estaca del momento presente y, por esta razón,
sin atisbo alguno de melancolía o hastío”.2
NOTAS:
1.- Giacomo
Leopardi, Antología poética,
Pre-textos, Valencia, 2004, p. 13.
2.-. Friedrich Nietzsche,
Sobre la utilidad y el perjuicio de la
historia para la vida, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, p. 40.
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