(L419) Las iluminaciones de La Meca (1234)
Ibn‘ Arabī, Las iluminaciones de La Meca (1234-38)
Conocido como al-šayj al-Akbar –“el más grande de los
maestros”– y también como Sultān
al-‘Arifīn –“Sultán de los gnósticos”–, es un punto de referencia clave de
la historia del sufismo (tasawwuf).
Con este término se designa un extenso legado de ritos y doctrinas que se ha
transmitido por medio de una cadena (silsila)
de maestros y discípulos, conformando un aspecto fundamental de la vida
espiritual islámica. Ibn ‘Arabī (Murcia 1165-Damasco
1240) reunió magistralmente toda la herencia del sufismo para proponer
una síntesis capaz de abarcar todos los aspectos de la vida del Islam.
Esta magna obra, Las iluminaciones de La Meca, consiste
en una exposición de todos los fundamentos de los saberes y ciencias
tradicionales del Islam bajo una perspectiva unificada. Contiene, pues, una
exposición detallada de todos los aspectos del Alcorán (tafsīr), de los dichos del Profeta (hadīt) y de las tradiciones legislativas (sunna), junto con la
metafísica, el derecho, el conocimiento de las prácticas religiosas (‘ibādāt) y todo lo referente a la vida
espiritual, la historia profética y la escatología, sin olvidar la ciencia de
las letras (‘ilm al-hurūf), la
cosmología y otras ciencias auxiliares. La complicada estructura de esta
colosal composición refleja la diversidad y, al mismo tiempo, la unidad de un
saber cuyo punto de partida, repetido una y mil veces, es la vivencia del
Alcorán.
Nació en Murcia en el
seno de una familia de alcurnia cuyos antepasados procedían de la tribu árabe
de los Banū Tayyi’, originaria del Naŷd. Con motivo de la conquista de su
ciudad natal, la familia entera siguió al victorioso sultán Abū Ya’qūb Yūsuf a
Sevilla, asumiendo de nuevo cargos en la administración. Fue en Sevilla,
pujante centro del poder económico y político almohade, donde vivió su juventud
recibiendo una esmerada educación con la perspectiva de acceder al desempeño de
altas funciones de gobierno.
Ocurrió el famoso
encuentro en Córdoba con Abū-l-Walīd
Ibn Rušd (Averroes) –sucedido entre 1179-1184– donde el famoso filósofo se
llenó de estupor ante el saber del joven. Su vida errante prosigue tras un primer período itinerante a caballo
entre al-Ándalus y el Magreb. En 1201 emprende un periplo tras el que nunca más
volverá a Occidente y que le llevará, siguiendo el arco sur mediterráneo, hacia
Oriente Medio. Finalmente, recorre una ruta que, contra el hábito entonces
común, le lleva significativamente desde El Cairo a Hebrón, Jerusalén, y por
fin, en 1202 a Medina y La Meca.
Finalmente Ibn ‘Arabī
se instala en Damasco hasta su muerte en 1240. Los últimos veinte años de su
vida se suceden sin sobresaltos pese a la agitación que la ciudad vivía
entonces. Las actividades de enseñanza y composición continúan, permitiendo que
el autor concluya, entre otras obras, la segunda redacción completa de Las iluminaciones de La Meca
(1234-1238).
Hay que considerar que
la obra de Ibn ‘Arabī atrajo la atención de todos los hombres sabios de
entonces. Es muy difícil dar una idea exacta del legado oral y escrito de su
obra. No se puede pretender tampoco hacer ni siquiera un repaso de toda esta
producción literaria y sus implicaciones. Pero si que deben quedar patentes
tres ideas: su enorme extensión y diversidad temática, su difusión por toda la
geografía del Islam y, finalmente, constatar su transmisión continua e
ininterrumpida, generación tras generación, hasta nuestros días.
Fragmentos
Para explicar la obra
teológica y metafísica más grande de la historia del Islam es preciso indagar
en su función de Heredero (wārit) y
de receptor de la “totalidad de las Palabras” (ŷāwāmi’ al-kalim), merced a las cuales Ibn ‘Arabí se situará como
último beneficiario de la Santidad Muhammadina y, consecuentemente, de todas
las santidades anteriores. Como el mismo relata:
«Me reveló esta
Palabra: “Di: Creemos en Dios y en lo que se nos ha hecho descender y en lo que
se hizo descender a Abraham, a Ismael, a Jacob y a las tribus; en lo que fue
dado a Moisés y a Jesús y en lo que fue dado a los Profetas por su Señor; no
diferenciamos entre ellos y le somos sumisos”». «Al darme la comprensión de
esta aleya me dio todas las aleyas. Me acercó el Mandato divino y la puso como
la llave de toda la ciencia. Así pues, supe entonces que yo mismo soy la
síntesis de todo lo que me ha sido dicho y por ello he sabido la buena nueva
del acceso a la Estación Muhammadiana entre los Herederos de la condición
totalizante de Muhammad –Dios le bendiga y salve–, el último enviado, el último
en haber recibido la revelación, a quien ha sido dada la “Suma de las
Palabras”».
«Ciertamente, por tu
causa quiero crear, ¡oh Muhammad!, el mundo que será tu reino” (…) Creó el Agua
-¡exaltado sea!- en estado de escarcha congelada como una perla, por su
redondez y blancura. Puso en ella, en potencia, las esencias de los cuerpos y
los accidentes».
«Dios −¡exaltado sea!−
construyó de esta espuma (la del agua) la Tierra cuando fue separada (fatq). En él separó los cielos elevados
y dio espacio para las Luces y las moradas de la Asamblea Suprema. Asimismo
puso en correspondencia con las estrellas que son embellecidas por sus más
brillantes luminarias, las flores de las plantas con que adorna la Tierra.
Dios −¡exaltado sea!−
Con Su Esencia -¡que está por encima de cualquier semejanza!- y con sus Dos
Manos aisló a Adán y a sus dos parientes. Instituyó la constitución de su naturaleza
corporal (ŷasad) igualándola sobre
dos partes: la igualación respecto a la consumación de su fin terrenal y
respecto a la recepción de su eternidad sin fin. Dispuso como residencia propio
de esta entidad el Punto central de la Esfera de la Existencia y ocultó tal
peculiaridad».
La tierra se aposentó,
se embelleció con el brillo de sus flores y la túnica de las plantas y
exteriorizó sus bendiciones. Se alegraron las miradas de las criaturas ante su
espléndido aspecto; sus olfatos inhalaron perfumes y sus paladares sabores
deliciosos. (…) Cuando hubo construido el mundo exactamente según su objetivo,
«no quedó –entre los mundos posibles– ninguno más maravilloso» como dijo el
Imām Abū Hāmid.
Los elementos (‘ānāṣir) tienen un padre y una madre,
como era en el principio la Realidad del Polvo junto con ‘el Uno’ (al-Wāḥid). Pues no existe una cosa si
ésta no procede al menos de otras dos, como no existe una conclusión sin dos
premisas (lógica aristotélica).
He aquí que las
ciencias existen según tres niveles. Primero, el conocimiento del intelecto (‘ilm
al-‘aql), que es todo aquel que obtengas por evidencia inmediata (ḍanīratan) o bien tras la indagación de
un indicio demostrativo (dalīl), con
la condición de que se descubra la apariencia real de ese dato. Los equívocos
en esta categoría, propia del mundo del pensamiento discursivo, se encuentran
acumulados y caracterizan esta suerte de conocimiento.
El Segundo nivel de la
ciencia es el conocimiento de los
estados. No hay otro camino que lleve hacia él salvo la experiencia
inmediata: no puede ser definido intelectualmente, ni existe en absoluto prueba
conceptual alguna que pueda sostener ese conocimiento, tal como sucede con el
conocimiento de la dulzura de la miel o la amargura del áloe, el placer del
coito, el deseo ardiente, la emoción súbita, el anhelo y los casos de este
mismo tipo, puesto que es imposible para cualquiera conocer este tipo de
conocimientos sin experimentarlos directamente y participar en ellos.
El Tercer nivel de
conocimiento es la ciencia de los
secretos. Es un conocimiento que está por encima del estadio del intelecto.
Es el conocimiento que infunde el Soplo del Espíritu Santo en el corazón,
siendo peculiar de los profetas y de los Amigos de Dios.
Respecto a esta tercera
clase –la ciencia de los secretos– la persona que los conoce, sabe todas las
ciencias y las domina por completo. No siendo éste el caso del poseedor de las
restantes ciencias. ¡No hay ciencia más excelsa que este conocimiento
circundante (‘ilm al-muḥīṭ) que
abarca la totalidad de lo cognoscible!
Comentario: la prosa de Ibn ‘Arabī está demasiado preocupada por mostrarnos la verdad
revelada y deja de lado la verdad científica. Para él, el Profeta lo es todo.
«Las leyes reveladas no pueden someterse a la interpretación personal». Aunque
muestra una cierta tolerancia con el filósofo no creyente: «En cuanto al
argumento de que el filósofo no tiene religión, el hecho de no tener religión
no demuestra que todo lo suyo sea falso. Esto es aprehendido a la primera por
cualquiera que tenga intelecto».
En una época en la que
viajar significaba jugarse la vida, Ibn‘Arabī recorrió a pie más de 30.000
kilómetros por Oriente y Occidente con un único propósito: conocer a sabios y
maestros e intercambiar conocimientos con ellos. Toda una lección del viaje
como fuente de saber y de conocimiento.
La belleza y
musicalidad de sus metáforas, aunque son agradables de leer y de oír, tienen un
contenido bastante alejado a los ojos y al intelecto de un escéptico del siglo
XXI. Lo mejor de la riqueza cultural de al-Ándalus poblará las páginas de este
blog, en los próximos meses, si las fuerzas me acompañan.
BIBLIOGRAFÍA
Ibn ‘Arabí, Las iluminaciones de la Meca: textos
escogidos, Siruela, Madrid, 1996.
Évariste Lévi-Provençal,
España musulmana (711-1031): instituciones,
sociedad, cultura, Historia de España, Menéndez Pidal, Tomo V,
Espasa-Calpe, Madrid, 2000.
María Jesús Rubiera
Mata, Literatura
hispanoárabe, BVC, 1992.
Diego Sánchez Meca, El sufismo
andalusí: Ibn Arabí de Murcia, Canal UNED, 01/05/1999.
Juan Vernet, Lo que Europa debe al Islam de España,
Acantilado, Barcelona, 1999.
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