(L436) La muerte de Virgilio (1945)
Hermann Broch, La muerte de Virgilio (1945)
Hoy os comento una obra
maestra de la literatura. La muerte de
Virgilio consagró a su autor, Hermann
Broch (1886-1951), como uno de los escritores más
importantes de Occidente. Eso sí, no está hecha para todos los públicos. Quien
busque acción quedará defraudado; quien busque reflexión quedará apabullado;
quien busque poesía la tendrá a raudales. La novela, como un buen vino añejo, pide
que se lea a pequeños sorbitos.
A modo de argumento:
1) Agua – El arribo. La
escuadra imperial de Augusto se dirige por el mar Adriático al puerto de Bríndisi:
“De las siete naves de alto bordo, que seguían una tras otra en larga fila,
sólo la primera y la última, ágiles quinquerremes ambas de agudo rostro,
pertenecían a la flota de guerra; las cinco restantes, más pesadas e
imponentes, con diez o doce órdenes de remos, ostentaban la pomposa
construcción que distinguía a la corte augustal; y en el centro la más
suntuosa, con su proa recubierta de bronce reluciente como el oro, relucientes
como el oro las cabezas leoninas con sus anillas bajo la borda, los obenques
llenos de gallardetes multicolores, llevaba, solmene y grande, la tienda del
César entre velas de púrpura. En cambio, sobre la nave que le seguía
inmediatamente, se hallaba el poeta de la Eneida
y en su frente estaba escrito el signo de la muerte.”
Virgilio se pregunta si
ha hecho bien cediendo a la insistencia de Augusto. Reflexiona sobre el lujo.
Se siente enfermo y próximo a la muerte. El emperador Octaviano Augusto vuelve
de Grecia para festejar su natalicio (43 años – estamos en el 19 a.C.) en Roma
dentro de dos días. Los cargadores han subido a Virgilio a bordo de una litera
para llevárselo enfermo y débil, como una cosa frágil y distinguida. El cofre
del manuscrito de la Eneida lo llevan
dos cargadores pegados a la litera. Junto a ellos, un jovencito lleva la toga.
Una multitud se ha
agolpado a recibir al César. Olores a sudor, a mercado de frutas, la música de
las fanfarrias, todo ello molestaba al enfermo. Siente una nostalgia física e
inextinguible. Se acuerda de su infancia en Andes, de la casa, de los árboles,
de la madre, siempre pronta a reír, del padre, primero alfarero y luego
campesino. Mientras lo transportan voces de mujeres lo insultan al paso del
cortejo con desprecio porque lo llevan cómodamente en litera. ¿Por qué había
sido traído aquí? El desorden de la muchedumbre dejó lugar al patio del Palacio
donde reinaba la paz. Un funcionario le asigna, junto al megarón, una de las habitaciones para los invitados. Se queda solo
con el joven esclavo, con cara de campesino, que lo ha guiado hasta aquí. Llega
la noche y, pensando que ya es demasiado tarde para todo, se duerme.
2) Fuego – El descenso.
Yace en su lecho y le viene un acceso, “la siniestra fiebre desde las
profundidades candentes”. Está encogido en el lecho como cuando era niño, con
las rodillas juntas y los tobillos separados. “¿Podía ser de otro modo? Erguido
es el hombre, él solo, pero se tumba a descansar para el sueño, el amor, la
muerte…, también en esa triple propiedad de su yacer se distingue de todos los
otros seres. (…) cuando se ha tendido para el sueño, para el amor, para la
muerte, cuando ella misma se ha vuelto paisaje desplegado, entonces ya no es su
cometido fundir lo contrario, pues durmiendo, amando, muriendo, cierra los
ojos, para dejar de ser buena o mala y convertirse ya sólo en un único infinito
atisbar: alma infinitamente desplegada, infinitamente encerrada en el anillo de
las edades, infinita en su descanso y por consiguiente dispensada de cualquier
crecimiento; como el paisaje que es, alcanza con éste a través de todos los
tiempos como dominio de Saturno inmutado e inmutable,”
Virgilio, insatisfecho con
cualquier carrera, había escogido la poesía. “las había malogrado todas y no
había perseverado en la profesión de médico, ni en la de astrónomo, ni en la de
sabio y maestro de la filosofía ni había logrado tranquilidad en ellas: ante
sus ojos había tenido siempre la exigente, la irrealizable imagen del
conocimiento de la muerte, y ninguna profesión podía hacer justicia a esa
imagen, pues no hay ninguna que no esté exclusivamente sometida al conocimiento
de la vida, ninguna con excepción de aquella única a la que se había visto
abocado finalmente y que se llama poesía, la más extraña de todas las
actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte. Sólo
aquel que vive en el interregno de la despedida –oh, estaba ya tras él y no
había retorno–, sólo aquel que persiste a la orilla del río, lejos de la
fuente, lejos de la desembocadura del crepúsculo, sólo él presiente la muerte,
sólo él se halla preso de la muerte y, sirviendo a la muerte, se asemeja al
sacerdote que por su oficio, por su oficio de sacerdote superior a la profesión
personal, intermediario entre arriba y abajo, está obligado al servicio de la
muerte y con ello se ve también destinado a un interregno de la despedida.”
“oh, la muerte está
repleta de toda la multiplicidad que ha salido de la unidad, para volver de
nuevo a la unidad en ella; está repleta de la sabiduría de rebaño del principio
y del conocimiento individualizador del fin, ambos reunidos en un único segundo
del ser, en ese segundo que ya es el del no-ser, pues la muerte se halla en
incesante interacción con el decurso del ser, y sin tregua se transforma en
unidad de la memoria el curso de las edades que en ella desemboca, recibido por
ella y vuelto de retorno hacia el origen, a la memoria de mundos y más mundos,
a la memoria del terreno; sólo a quien busca el ojo de la muerte no se le rompe
el propio, cuando debe mirar la nada frente a frente; sólo aquel que acecha el
paso furtivo de la muerte no necesita huir, puede quedarse, pues su recuerdo se
vuelve profundidad de lo simultáneo, y el que se sumerge en el recuerdo percibe
el rumor de arpas del instante en que lo terrenal debe abrirse al infinito
desconocido, abierto al renacimiento y a la resurrección del infinito recuerdo…
Paisaje de la niñez, paisaje de los dioses, el paisaje del principio y del fin
originarios, inmutablemente unido por el arco tendido sobre él, empañado con
los siete colores de la lluvia, oh la campiña de los padres.”
Mientras Virgilio
duerme “se tendía alrededor de él la bóveda de la noche en el equilibrio de su
uniforme belleza, extendido su espacio oscuramente resplandeciente sobre todas
las edades.” Recuerda a su amada Plocia, ya difunta, la cabeza ardiendo de
fiebre “escuchó en calma como a la voz del sueño, a aquella murmurante orden
del sueño que le había impuesto la destrucción de sus escritos: ¡Quemar la Eneida!”
Comentario:
cuando Thomas Mann leyó La muerte de
Virgilio no vaciló en declarar que se trataba “del poema en prosa más
importante escrito en lengua alemana”. La novela presenta, al modo de una
sinfonía, cuatro partes a las que se identifica con títulos que se corresponden
con los elementos esenciales presentes en la obra de los filósofos
presocráticos: "Agua o La llegada", "Fuego o El descenso",
"Tierra o La espera", "Éter o El regreso". (Ilustración: Jean-Joseph
Taillasson (1745-1809): Virgilio leyendo
la "Eneida" a Augusto y a Octavia (Virgile lisant l’Énéide à Auguste
et Octavia). National Gallery de Londres.)
Ni que decir tiene la
dificultad de su lectura, de prestar atención a sus matices, a su poesía, ‒en
el tiempo convulso del Covid-19
en el que la he leído‒, no ha sido fácil. El aislamiento y la soledad obligada
me ha hecho enfrentarme a mis demonios y en cierto modo prepararme para el día
en que tenga que abandonar el mundo. Pues este aislamiento ya es en sí un
abandono del mundo, de la carnalidad, de la complicidad con el otro. No he tocado,
sonreído, mirado con amor a ningún ser humano en semanas. Todas mis relaciones
han sido virtuales: los compañeros de trabajo, los amigos, los antiguos amores ya desvanecidos por
el tiempo y la distancia. (Leer poesía te convierte un poco en poeta).
Después de esta
experiencia el mundo virtual, que algunos llaman Game, ha superado al mundo real de la corporeidad para quedarse ya
definitivamente entre nosotros como actor principal. Yo sin duda alguna hubiera
preferido morir acompañado a vivir solo en esta especie de Matrix.
Pero volvamos a La muerte de Virgilio, nos dice Abel
Posse de Broch “Su sensibilidad y su talento lo aproximan a aquella Viena
deliciosamente decadente, en aquel Imperio Austro-Húngaro condenado a fenecer
entre las presiones feroces. Es la Viena de los grandes músicos; de los
palacios adustos construidos como desafío de permanencia; de aquellos cafés
donde el joven industrial conocería a Musil, a Kafka, a Rilke. Una Viena
infinita, desde el nacimiento del psicoanálisis hasta la noche sin término de
sus Kabaretten y burdeles
sofisticados. La Viena que se despedía del Imperio vencido y donde la cultura
era la última llamarada de grandeza.”
El personaje principal
y casi absoluto es el gran poeta romano Virgilio durante las últimas dieciocho
horas de su vida. Ya ha concluido La
Eneida y acompañando a Augusto retornan de Grecia al puerto de Bríndisi.
Allí, en su agonía, vive la desilusión del arte. Ruega a sus sirvientes y
amigos que le ayuden a quemar esa obra que el mismo Augusto considera un “poema
divino”. Broch, el judío exiliado en la pujante barbarie estadounidense, une su
agonía existencial, víctima de los nazis, con la del lejano Virgilio en Bríndisi.
Busca en el paganismo de Virgilio una respuesta a la existencia, una
comprensión del orden cósmico, capaz de conciliar el absurdo y la crueldad, con
la gloria de la vida.
El texto apenas tiene
puntos que nos dejen respirar. Algunos de sus fragmentos intentan captar, con
este artificio, la simultaneidad de todo el acontecer. Es el acto creador que
pretende abarcar la totalidad de la vida (tarea que sabemos que es del todo imposible),
manteniendo el movimiento constante a modo de una pieza musical.
Qué mejor momento que
un momento de crisis para leer una obra de tal calado. Solamente ante la
seguridad de que, en el mejor de los casos, nuestra vida va a cambiar
irremediablemente para siempre, esa certeza nos dota de la sensibilidad
adecuada para sumergirnos en este océano literario.
BIBLIOGRAFÍA
Hermann Broch, La muerte de Virgilio, Alianza
Editorial, Madrid, 2014, 3ª edición (p. 12, 90, 92-93, 94, 138).
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