(L463) Sobre la libertad (1859)
John Stuart Mill, Sobre la libertad (1859)
Inglaterra fue la
nación (después de Atenas) en que la libertad se ha pensado, estudiado y
ejercido más por sus filósofos y políticos reformadores. John
Stuart Mill (1806-1873) es uno de sus más eminentes
defensores. On Liberty es uno de los
libros fundamentales que nos ayudan a pensar sobre lo que es la libertad. El
antiguo liberalismo inglés lo tenía claro. Tal vez mucho más claro que nosotros
actualmente, cuando vuelven a surgir con fuerza los populismos, los
nacionalismos, y las masas exaltadas.
RESUMEN
1.-
Introducción.
La lucha entre la
libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de esas partes de la Historia
con las cuales llegamos antes a familiarizarnos, especialmente en la historia
de Grecia, Roma e Inglaterra. (p. 55)
El fin de los patriotas
era fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre
la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se intentaba
de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas inmunidades
llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podría infringir
sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba a
justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un segundo
posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales
mediantes los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo
que se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para
alguno de los actos más importantes del poder gobernante.
Llegó un momento, sin
embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron
de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder
independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los
diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegados
revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad
de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno.
Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales se hizo
el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en dondequiera
que tal partido existió; y vino a reemplazar, en una considerable extensión,
los esfuerzos precedentes para limitar el poder de los gobernantes. (p. 56-57)
La voluntad del pueblo
significa, prácticamente, la voluntad de la porción
más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran
hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones
son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder.
Esta visión de las
cosas es adversa a la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse
aceptar; y en la especulación política se incluye ya la “tiranía de la mayoría”
entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad. (p. 58-59)
El objeto de este
ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las
relaciones de la sociedad con el individuo (…) Este principio consiste en
afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad,
individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno
cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por
la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una
comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás.
Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. (…) Para
justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de
disuadirle producía un perjuicio a algún otro. (…) En la parte que le concierne
meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo,
sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Casi es innecesario
decir que esta doctrina es sólo aplicable a seres humanos en la madurez de sus
facultades. No hablamos de los niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a
la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o femineidad. Los que
están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros, deben ser
protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores.
(p. 64-66)
La razón propia de la
libertad humana comprende, primero, el dominio interno de la conciencia;
exigiendo la libertad de conciencia
en el más comprensivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más
absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias,
prácticas o especulativas, científicas, morales o teológicas. La libertad de
expresar y publicar las opiniones (…) es prácticamente inseparable de ella. En
segundo lugar, la libertad humana exige libertad
en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines;
libertad para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter para
obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos
lo impidan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquemos, aun cuando ellos
puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer
lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de
los mismos límites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a
los demás; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de
edad y no vayan forzadas ni engañadas.
No es libre ninguna
sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades
no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no
están en ella absoluta y plenamente garantizadas. La única libertad que merece
este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en
tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por
conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física,
mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosas consintiendo a cada cual
vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás. (p. 68-69)
Hay también en el mundo
una grande y creciente inclinación a extender indebidamente los poderes de la
sociedad sobre el individuo, no sólo por la fuerza de la opinión, sino también
por la de la legislación; y como la tendencia de todos los cambios que tiene
lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del
individuo, esta intromisión no es uno de los males que tiendan a desaparecer
espontáneamente, sino que, por el contrario, se hará más y más formidable cada
día. (p. 70-71)
2.-
De la libertad de pensamiento y discusión.
Si toda la humanidad,
menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria,
la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería
si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad.
Negarse a oír una
opinión, porque se está seguro de que es falsa, equivale a afirmar que la
verdad que se posee es la verdad absoluta.
Toda negativa a una discusión implica una presunción de infalibilidad. (p. 77)
Soy de la opinión que
otra éticas, distintas de las que se pueden considerar originarias de fuentes
exclusivamente cristianas, deben existir al lado de la ética cristina para
producir la regeneración moral de la humanidad; y que el sistema cristiano no
es una excepción a la regla de que, en un estado imperfecto del espíritu
humano, los intereses de la verdad requieren una diversidad de opiniones.
Ningún servicio se
presta a la verdad olvidando el hecho, bien conocido para cuantos están
ordinariamente familiarizados con la historia literaria, que una parte de la
enseñanza moral más noble y más valiosa ha sido obra de hombres que, no sólo
desconocían, sino que rebajan la fe cristiana. (p. 117-118)
3.-
De la individualidad como uno de los elementos del bienestar.
Que los hombres no son
infalibles; que sus verdades en la mayor parte, no son más que verdades a
medias; que la unanimidad de opinión no es deseable, a menos que resulte de la
más completa y libre comparación de opiniones opuestas y que la diversidad no
es un mal, sino un bien, hasta que la humanidad sea mucho más capaz de lo que
es al presente de reconocer todos los aspectos de la verdad, son principios
aplicables a la manera de obrar de los hombres, tanto como a sus opiniones. (p.
126-127)
Es verdad que los
hombres de genio son, y probablemente siempre lo serán, una pequeña minoría;
pero para tenerlos es necesario cuidar el suelo en el cual crecen. El genio
sólo puede alentar libremente en una atmósfera
de libertad. (…) La originalidad es la única cosa cuya utilidad no pueden
comprender los espíritus vulgares. (…) El primer servicio que la originalidad
les presta es abrirles los ojos; lo que una vez hecho, y por completo, les
pondrá en la posibilidad de ser ellos mismos originales. (p. 137-138)
4.
De los límites de la autoridad de la sociedad sobre el individuo.
¿Cuál es entonces el
justo límite de la soberanía del individuo sobre sí mismo? ¿Dónde empieza la
soberanía de la sociedad? ¿Qué tanto de la vida humana debe asignarse a la
individualidad y qué tanto a la sociedad? (…) el hecho de vivir en sociedad
hace indispensable que cada uno se obligue a observar una cierta línea de
conducta para con los demás. Esta conducta consiste, primero, en no perjudicar
los intereses de otro; o más bien ciertos intereses, los cuales, por expresa
declaración legal o por tácito entendimiento, deben ser considerados como
derechos; y, segundo, en tomar cada uno su parte (fijada según un principio de
equidad) de los trabajos y sacrificios necesarios para defender a la sociedad o
sus miembros de todo daño o vejación. (p. 153-154)
Los seres humanos se
deben mutua ayuda para distinguir lo mejor de lo peor, incitándose entre sí
para preferir el primero y evitar el último. (…) Pero ni uno, ni varios
individuos, están autorizados para decir a otra criatura humana de edad madura
que no haga de su vida lo que más le convenga en vista de su propio beneficio.
(p. 155)
5.
Aplicaciones.
Las máximas son:
primera, que el individuo no debe cuentas a la sociedad por sus actos, en
cuanto éstos no se refieren a los intereses de ninguna otra persona, sino a él
mismo. (…) Segunda, que los actos perjudiciales para los intereses de los demás
es responsable el individuo, el cual puede ser sometido a un castigo legal o
social, si la sociedad es de opinión que uno u otro es necesario para su
protección. (p. 179-180)
Si se debe permitir que
las gentes obren como mejor las parezca y a su propio riesgo, en aquello que
sólo a ellas concierne, deben igualmente ser libres para consultar unas con
otras respecto a lo que sea más conveniente hacer, para cambiar opiniones y dar
y recibir sugestiones. Todo aquello cuya realización esté permitida debe poder
ser aconsejado. (p. 185)
No sólo no se obliga al
cumplimiento de compromisos que violan derechos de tercero, sino que, a veces,
se considera razón suficiente para libertar a una persona del cumplimiento de
un compromiso, la de que éste sea perjudicial para ella misma. En este, como en
los más de los países civilizados, un compromiso por el cual una persona se
vendiera, o consintiera en ser vendido, como esclavo, sería nulo y sin valor;
ni la ley ni la opinión le impondría. (…) Pero vendiéndose como esclavo abdica
de su libertad; abandona todo el uso futuro de ella para después de este único
acto. Destruye, por consiguiente, en su propio caso, la razón que justifica el
que se le permita disponer de sí mismo. Deja de ser libre; y, en adelante, su
posición es tal que no admite en su favor la presunción de que permanece
voluntariamente en ella. El principio de libertad no puede exigir que una
persona sea libre de no ser libre. No es libertad el poder renunciar a la
libertad. (p. 190)
Es innecesario insistir
aquí sobre el poder casi despótico de los maridos sobres sus mujeres, porque lo
único que se necesita para la remoción completa de este mal es que la mujeres
tengan los mismos derechos y reciban igual protección de la ley que las demás
personas; (…)
Las objeciones que con
razón se formulan contra la educación por el Estado no son aplicables a que el
Estado imponga la educación, sino a que el Estado se encargue de dirigirla; lo
cual es cosa totalmente diferente. Me opondré tanto como el que más a que toda
o una gran parte de la educación del pueblo se ponga en manos del Estado. Todo
cuanto se ha dicho sobre la importancia de la individualidad de carácter y la
diversidad de opiniones y conductas, implica una diversidad de educación de la
misma indecible importancia. Una educación general del Estado es una mera
invención para moldear al pueblo haciendo a todos exactamente iguales; y como
el molde en el cual se les funde es el que satisface al poder dominante en el
Gobierno, sea este un monarca, una teocracia, una aristocracia, o la mayoría de
la generación presente, proporcionalmente a su eficiencia y éxito, establece un
despotismo sobre el espíritu, que por su propia naturaleza tiende a extenderse
al cuerpo. (p. 192-194)
(…) si los accidentes
de las instituciones populares, encumbran ocasionalmente, un gobernante o
gobernantes de inclinaciones reformadoras, ninguna reforma tendrá lugar que sea
contraria a los intereses de la burocracia. Tal es la triste condición del
imperio ruso, como la muestran las narraciones de quienes han tenido bastante
oportunidad para observarla. El mismo zar es impotente contra el cuerpo
burocrático; puede enviar a cada uno de sus miembros a Siberia; pero no puede
gobernar sin ellos o contra su voluntad. Tienen un veto tácito sobre todos sus
decretos, meramente con no ponerlos en ejecución.
Muy diferente es el
espectáculo que ofrece un pueblo acostumbrado a manejar sus propios asuntos. En
Francia, por haber servido en el Ejército una gran parte del pueblo, llegando
muchos al grado de sub-oficial, hay siempre en toda insurrección popular varias
personas competentes que pueden tomar la dirección e improvisar algún plan de
acción tolerable. Lo que son los franceses en asuntos militares son los
americanos en toda clase de asuntos civiles; dejadle sin gobierno, y toda corporación
de americanos será capaz de improvisar uno, y de dirigir este o aquel asunto
público con un grado suficiente de inteligencia, orden y decisión. Esto es lo
que todo pueblo libre debe ser; y un pueblo capaz de esto está seguro de ser
libre; nunca se dejará esclavizar por un hombre o corporación, porque sean
capaces de empuñar las riendas de la Administración central. (p. 201-202)
Creo que el principio
práctico en el cual reside la salvación, el ideal que debe tenerse ante la
vista, el criterio con el que todos los arreglos propuestos deben ser juzgados,
puede expresarse en las siguientes palabras: la mayor dispersión de poder
compatible con la eficacia; pero la mayor centralización posible de
información, y su difusión desde el centro. (p. 204)
Comentario:
como dice Isaiah Berlin en la introducción a este excelente libro: “Las épocas
y las sociedades en las que las libertades civiles fueron respetadas y la
diversidad de opiniones y creencias toleradas han sido muy escasas y
distanciadas, oasis en el desierto de la uniformidad, intolerancia y opresión
humanas”.
Los fines que Mill
defendía tanto en sus escritos como en sus acciones se dirigían a la extensión
de la libertad individual, especialmente de la libertad de expresión. (p.
16-17)
Mill era un empirista,
es decir, creía que ninguna verdad es –o puede ser– establecida racionalmente
si no es a través de la observación. Nuevas observaciones siempre pueden, en
principio variar una conclusión basada en otras anteriores. (…) en principio el
conocimiento humano nunca es completo y siempre es falible; de que no existe
una sola verdad, universalmente visible; (…) es errónea la noción,
estrechamente unida a la anterior, de que existe una única doctrina verdadera
portadora de la salvación para todos los hombres y lugares contenida en la ley
natural, o la revelación de un libro sagrado, o la intuición clarividente de un
hombre genial, o la sabiduría natural del hombre común, o los cálculos hechos
por una élite de científicos utilitaristas dispuestos a gobernar al género
humano. (p. 26-28)
Se le critica por
concentrarse demasiado estrechamente en la libertad de pensamiento y de
expresión. Todo esto es verdad. Sin embargo, ¿qué soluciones hemos encontrado,
pese a nuestro nuevo conocimiento tecnológico y psicológico y nuestros nuevos
grandes poderes, excepto la antigua prescripción defendida por los creadores
del humanismo (Erasmo y Spinoza, Locke y Montesquieu, Lessing y Diderot):
razón, educación, responsabilidad y, sobre todo, conocimiento de uno mismo?
¿Qué otra esperanza hay –o ha habido alguna vez– para los hombres? (p. 40)
Mill era un agnóstico
victoriano que no se sentía a gusto con el ateísmo y consideraba la religión
como asunto exclusivo de cada individuo. (…) Mill consideraba la libertad y la
tolerancia religiosa como protección indispensable de toda religión verdadera,
y la distinción hecha por la Iglesia entre el reino espiritual y reino temporal
como uno de los grandes logros del cristianismo, en la media en que había hecho
posible la libertad de opinión. (…) Según Mill, lo que distingue al hombre del
resto de la naturaleza no es ni su pensamiento racional ni su dominio sobre la
naturaleza, sino la libertad de escoger y de experimentar; de todas sus ideas
es ésta la que le ha asegurado su fama duradera. (p. 46-49)
Para Fernando Savater el
admirable ensayo Sobre la libertad de
John Stuart Mill, es el único libro de filosofía que impondría como lectura
obligatoria para todos… contraviniendo así los deseos del propio autor.
BIBLIOGRAFÍA
Fernando Savater, Tomarse libertades,
El País, 11/03/2013.
John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza Editorial,
Madrid, 1970.
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