(L465) El despertar (1899)
Kate Chopin, El despertar (1899)
El ambiente urbano en que
transcurre parte de la obra de Kate Chopin
(1850-1904) es un fiel reflejo de la Nueva Orleans de mediados
del siglo XIX, incluso en la localización geográfica de calles y edificios. La
ciudad estaba dividida férreamente en dos comunidades étnica y culturalmente
distintas: la criolla, descendiente de los primeros pobladores franceses y
españoles, al norte; y la americana, al sur. Canal Street era la avenida que marcaba la línea divisoria entre
dos modos distintos de creer, vivir y pensar; al catolicismo, conservadurismo
ideológico y cultivo de los viejos valores de refinamiento y caballerosidad, se
oponían el presbiterianismo y una visión de la vida más pragmática, activa y
progresista.
Argumento:
Mr.
Pontellier tiene unos cuarenta años, estatura mediana y complexión esbelta.
Está sentado leyendo el periódico a la puerta de su casa mientras dos robustos
pequeños, sus hijos de cuatro y cinco años, están al cuidado de una criada
cuarterona. Su mujer Mrs. Pontellier llega acompañada del joven Robert Leburne
con quien ha ido a darse un baño. El marido se marcha al Club a jugar una
partida de billar. El joven Robert prefiere quedarse charlando con ella.
“Mrs. Pontellier era más
atractiva que hermosa. Su rostro fascinaba por la indudable franqueza de su
expresión y combinación de facciones. Su porte era seductor”. Mr. Pontellier
vuelve a las once del casino. Edna ya está en la cama medio dormida.
“Era descorazonador,
pensaba él, que su mujer, único objeto de su existencia, evidenciara tan escaso
interés en lo que a él concernía, y valorase tan poco su conversación.”
“Reprochó a su mujer, su
poca atención y su habitual despreocupación por los niños. Si no era tarea de
una madre cuidar de los hijos, ¿de quién diablos era? Él estaba ocupado con sus
negocios como corredor de Bolsa. No podía atender a dos frentes a la vez,
ganado el sustento de la familia en la calle, y en casa, cuidando de que no les
ocurriera nada malo. Hablaba en un tono monótono e insistente”.
“Mrs. Pontellier era una
madraza, y aquel verano, en Grande Isle, las madrazas parecían abundar.
Resultaba fácil reconocerlas, revoloteando con las alas extendidas y
protectoras cuando cualquier peligro, real o imaginario, amenazaba a sus crías.
Eran mujeres que idolatraban a sus hijos, adoraban a sus maridos y consideraban
un alto privilegio anularse como individuos y desarrollar alas como ángeles de
la guarda.”
Edna (Mrs, Pontellier) se ha casado con un
criollo y no se siente a gusto con ellos por su absoluta falta de pudor en
cuanto a su libertad de expresión en los relatos de sus accouchements sin privarse del más mínimo detalle. Edna se reúne a
pintar en casa de Madame Ratignolle, una sensual Madonna, a quien intenta
pintar y de quien el joven Robert estuvo en su momento consumido por la pasión.
“¿Quién puede decir que metal emplean los dioses para forjar los delicados
eslabones que llamamos simpatía, y que también podríamos llamar amor?”
Edna recuerda como su
matrimonio con Léonce Pontellier fue un accidente provocado por la insistencia
en el cortejo de éste y la oposición de su familia a que se casara con un
católico. Ella estaba enamorada platónicamente de un actor. Pero pensó que
debía “centrarse en cosas reales y cerrar las puertas que conducen a la
aventura y los sueños”. “Siente por su marido un afecto sin rastro de pasión ni
ardor y quiere a sus hijos de un modo desigual e impulsivo: a veces los habría
apretado contra su corazón y en otros momentos los habría olvidado”.
Comentario:
el que una mujer casada como Edna, explorase sus posibilidades de libertad en
todas las facetas de su vida, incluida la sexual, y que no hubiera reprobación
moral explícita por parte de la autora, fue algo que despertó violentar
reacciones. Tanto que la novela quedó olvidada durante muchos años y su autora
abandonó la tentación de volver a escribir.
La mente de Edna va
cambiando poco a poco: “Su mente vagabundeó, pensado en su estancia en Grand
Isle, e intentó descubrir en que había sido este verano diferente a todos y
cada uno de los veranos de su vida. Sólo podía darse cuenta de que ella, su
actual yo, era de algún modo distinto de su yo anterior. Aún no sospechaba que
era ella la que, mirando con otros ojos, estaba aceptando dentro de sí misma
nuevas circunstancias que influían en su entorno, transformándolo.”
Hasta que cae en el
enamoramiento: “No encontraba en absoluto ridículo haber hecho de Robert el
objeto de su conversación y haber inducido a su marido a hablar de él. El
sentimiento que por Robert abrigaba no se parecía en modo alguno a lo que había
sentido por su marido, ni a nada que hubiera sentido nunca, ni a nada que
hubiera esperado sentir alguna vez. Durante toda su vida había estado
acostumbrada a albergar pensamientos y emociones que tenían voz propia. Le
pertenecían, eran suyos, y estaba convencida de tener derecho a ellos, de que
no concernían a nadie, salvo a ella.”
Edna Pontellier pertenece
al mismo tipo de mujer que Emma Bovary: las que George Bernard Shaw llama
“víctimas de la idealización del amor”, las sentimentales mujeres que esperan
que el amor llene todas sus demanda vitales; mujeres con intuición pero sin
capacidad de razonar que pagan con su vida los ideales de los poetas.
Sin embargo en Edna hay
la conciencia de su despertar como ser humano, el deseo de libertad, el
sentimiento de independencia física y hasta económica, la sensualidad y la
ausencia de remordimiento. En cambio Emma es un ser menos integro, más
superficial y caprichoso, más trágico. Para mí ha sido todo un descubrimiento
literario. El único pero que le pongo es el precipitado y, para mí, mal resuelto
final.
BIBLIOGRAFÍA:
Kate Chopin, El despertar, Hiperión, Madrid, 1986, (Fragmentos pp. 26-27, 30, 39, 79, 90).
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