Y la gente se quedó en su casa (2020)


Y la gente se quedó en casa. Se encerraron preventivamente. Comieron más patatas y natillas que nunca y encendieron la televisión y el miedo entró en sus casas para siempre.

La pantalla enseño el papel higiénico, a las ocho los aplausos y cómo mirar tu calle, nuestra calle, como si fuera el germen del delito.

Y la gente se encerró en su casa, para entonces ya fue obligatorio. Se convencieron de que estaban en guerra, grabaron y denunciaron a los que no tenían miedo y a los que querían estar juntos, se lanzó a la policía a por ellos y les lanzaron insultos en nombre de la solidaridad.

Y a las ocho volvieron a aplaudir, por fin unidos, todos separados, cada uno en su casa. Separadas las familias, separados los compañeros, separadas las amigas. Porque unos se encerraron con más y muchos se encerraron con menos, como ha pasado siempre.

Porque si se puso de moda jugar con el papel higiénico por televisión, lo que más se vendía por Amazon eran bicicletas electrónicas, con las que podías ganar el Tour dentro de su programación y rodillos inteligentes para recorrer a pie el mundo entero, sin salir de la habitación.

Y a las ocho se acostumbraron a aplaudir, muy comprometidos encerrados en cada casa, cada día más convencidos de las ventajas de ser tratados todos por igual, igual de sospechoso el acosador y su víctima, igual de delincuente el transeúnte que el carterista, igual de peligroso el ciudadano amable que el terrorista.

Todo se había vuelto tremendamente sencillo, por fin eran todos buenos excepto los pocos que salían a la calle, culpables si no demostraban lo contrario.

Y a las ocho todos aplaudiendo, cómo no, éste era ya el momento social, cada uno en su casa, casas desde las que se habló, casas algunas tan grandes por las que se paseaban un burro y un poni por un rincón del merendero, casas por las que se podía circular en vehículos de motor, casas con senderos. Y otras casas, muchas, tan normales en las que no podías abrir a la vez las puertas de la cocina y del refrigerador.

Algunas habitaciones se convirtieron en casas, algunas casas se convirtieron en prisiones, casas sin entrada, casas donde sólo vive uno, casas sin balcones, casas sin miradas. Demasiadas casas donde hay demasiados solos, tantas casas sin salida, casas con más dolor que soledad, casas sin noticias y con enfermedad.

Casas de las que nadie oye hablar y casas de las que gritan las paredes, casas llenas de odio. Casas a punto de explotar cargadas con metralla humana. Bonitas casas con jardín y miles de casas apiladas, casas rellenas de miedo y de ojos que patrullan.

Y a las ocho aplaudían con devoción, era su momento de unión cada uno en su balcón.

Encerrados para siempre bajo un nuevo caparazón, ya no se volverían a encontrar sin una garantía sanitaria.

Se protegió a los mayores dejándolos sin respiradores, confinando a los profesionales y cerrando centros asistenciales. Sin consentimiento de los familiares se llevaron a todos los abuelos y bajo el trauma general, en lugar de camas y atención, como en Alemania, se les administró “lo del sida”, el fatal retroviral y si no lo de la malaria y, ante el desamparo en el que se hallaban, cumplió su misión fatal.

Ya a las ocho aplaudían como asistiendo a la gran función, ese era el momento de la nueva comunión, el sueño de toda anterior religión, toda la humanidad compartiendo la misma oración, confinados en casa esperando la salvación. Todos aplaudiendo sin percatarse que estaban realizando la última revolución.

El pecado biológico una vez más los separaba de la naturaleza, de la inteligencia, y los alejó del amor.

A las ocho de la tarde el aplauso general y los vítores despidieron lo que quedaba de la humanidad, nada sobrevivió más allá de la televisión, se cerraron todas las puertas, se cerró el país, y por el miedo y en nombre de la igualdad se pedía a gritos que se cerrara cada unidad.

Se hundió la vida, se hundieron las relaciones, se hundieron los medios de supervivencia de las pequeñas agrupaciones, se convirtió en pobre a más de la mitad.

Las mutaciones y la carga viral se habían instalado en toda la humanidad, todos los argumentos contagiaban la ignorancia por igual; el miedo, la ira y la vanidad, se disfrazaron de solidaridad. La curva de infectados fue infinita de verdad.

A las ocho no dejaban de aplaudir. Para cuando les dejaron salir ya no pudieron deshacerse del nuevo temor, ya no importaba la economía, ni la relación, la vacuna se convirtió en la auténtica salvación. Se procedió a la evangelización.

Y colorín colorado, los niños de la masa cada año vacunados, crecieron de la inteligencia artificial acompañados y aprendieron a vivir con la muerte en los talones hasta el día final, el día óptimamente calculado de su obsolescencia programada... para las ocho de la tarde... entre aplausos.

Manel B.

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